Veinticinco~

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Jose Manuel la siguió. Le asombró un poco su agilidad, especialmente al llegar a las escaleras. Igual que una gacela, ella empezó a subirlas dando gráciles saltos. Pisándole los talones, Jose estaba a punto de cogerla del brazo cuando la mujer pareció intuir lo cerca que se encontraba él y se volvió para hacerle frente. Pálida de miedo, giró sobre sus talones, dándole un golpe en el pómulo con su pequeño codo. Jose sabía que era un accidente, pero a ella le horrorizó tanto haberle pegado, que estuvo a punto de perder el equilibrio. El alargó la mano para tratar de sujetarla e impedir que se cayera. Cuando vio que él hacía este movimiento, Isabel se alejó a toda velocidad y literalmente voló escaleras arriba.
Temiendo que se cayera, Jose Manuel decidió prudentemente dejar que se le adelantara ligeramente hasta que llegase al rellano, donde ya no correría peligro alguno. Al reanudar la persecución, descubrió que había subestimado su agilidad. Isabel llegó a la habitación de los niños mucho antes que él, entró corriendo y cerró de un portazo. Al llegar a la puerta, Jose oyó que algo chocaba con un ruido sordo contra la madera. Para su sorpresa, la puerta apenas se abrió unos tres centímetros cuando él intentó entrar, y entonces cayó en la cuenta de que la muy picara había puesto una silla de respaldo recto bajo el pomo, a manera de cuña.
—¡Isabel!
Jose Manuel tomó aire para intentar tranquilizarse y se pasó una mano por la cabeza. Ésta era la peor de las tonterias que había hecho en su vida. ¿Cómo se le había ocurrido soltarle la noticia de aquella manera? Aún no podía creer que lo hubiera hecho. Tarde o temprano —mejor temprano, para que no se enterara por otra persona—, habría tenido que contarle todo lo relacionado con la boda. Pero no de aquella manera.
—Isabel, cariño, abre la puerta por favor. Déjame explicarte lo que te dije abajo. Es evidente que malinterpretaste mis palabras. Si me das la oportunidad, te aclararé las cosas.
Después de pronunciar este bonito y breve discurso, Jose Manuel recordó que estaba hablando con una mujer sorda. Por el amor de Dios. Se tocó el entrecejo, abrumado, y volvió a respirar hondo. ¿Qué estaría haciendo ella allí dentro? Le reconfortaba pensar que, por muy asustada que estuviese, no podía saltar por la ventana. ¡Qué lío! Le dio un empujón a la puerta. La condenada silla resistió la embestida.
La pobre chica se moriría de miedo si intentaba entrar a empujones. Sin lugar a dudas, la silla saltaría por los aires, la puerta sufriría daños de nuevo y, además de todo esto, una entrada semejante no lograría precisamente allanar el camino para conseguir tranquilizarla. Jose Manuel se volvió y apoyó la espalda contra la pared, intentando encontrar la manera de convencerla de que le dejase entrar. Puesto que ella no podía oír, los discursos elocuentes no servirían de nada.
¡Ah!... pero ella sí que podía oír, se dijo. Todo lo que necesitaba era algo que hiciera ruido. Algo que le pareciera tan maravilloso que no pudiera resistir la tentación de tenerlo. Desgraciadamente no tenía un órgano de iglesia cerca. La música, supuso él, haría que Isabel fuese hasta el fin del mundo.
La música... Jose Manuel se alejó de la pared. ¡La música! Por supuesto. Corrió por el pasillo para dirigirse a su dormitorio.

Acurrucada en el suelo de la habitación de los niños, con los hombros encajados entre la cama y la pared, Isabel miraba detenidamente, por encima del colchón de la cama, las densas sombras de la habitación. Puesto que no había encendido ninguna lámpara, todo parecía estar bañado por una especie de luz azul, espeluznante y fantasmagórica. Con los nervios aún crispados debido al enfrentamiento con Jose, no era muy difícil que creyera ver criaturas monstruosas rondando en la oscuridad, observándola y esperando para abalanzarse sobre ella.
Apartó estos pensamientos de su cabeza, dispuesta a no dejarse llevar por su fértil imaginación. En aquel instante, el único que podría abalanzarse sobre ella sería Jose Manuel Álvarez, y debería vigilar la puerta en lugar de las sombras. Si él decidía entrar, la frágil silla que había puesto bajo el pomo no podría detenerlo.
Su esposa. Isabel se encogía cada vez que esta palabra le venía a la mente. Y, cuando se permitió reflexionar sobre sus implicaciones, empezó a sudar. Un sudor frío y trémulo que cubrió su piel y bajó por las costillas en forma de gotas glaciales. Daniel, el hombre que la agredió, era su hermano. ¡Ay, Dios! Ya se lo había imaginado. Desde el principio lo había imaginado. Pero después de un tiempo dejó de sentir aquel miedo constante.
Hasta ahora... ¿Quería estar con ella? Le había confesado que sí. Quería estar con ella igual que Daniel aquel día en las cataratas; pero, desde luego, le prometió que no le haría daño. ¿Acaso creía que ella era tan tonta como para creerle?
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Por supuesto que lo creía. Después de todo, ella era Isabel, la tonta, y los idiotas creían todo lo que les decían. ¿Verdad? Pues no. Aunque fuese una tonta redomada, las cosas no serían distintas. ¿Acaso el dolor que sufrió fue la única parte horrible de todo aquello? No quería que nadie volviera a tocarla de aquella manera nunca más en su vida. Nadie. Nunca más.
Los recuerdos invadieron la mente de Isabel con cruel claridad. Desde aquel día, ella había hecho ingentes esfuerzos por no pensar en lo sucedido. Pero a veces, como en aquel momento, no lograba apartar las espantosas imágenes de su cabeza. Jose Manuel quería hacer esas cosas con ella. Y ella era su esposa.
Al recordar de repente aquella otra mañana, al fin todo le resultó obvio. El pastor con la cabeza inclinada y leyendo el devocionario. Su madre haciéndole asentir con la cabeza. Su padre ayudándole a trazar líneas en el papel. Se había casado aquella mañana. Con Jose Manuel Álvarez. Por eso la habían llevado allí, porque él la había convertido en su esposa, no porque estuviese gorda y sus padres ya no la quisieran.
Furiosa —consigo misma, con sus padres y con Jose—, Isabel se restregó los ojos con los puños y contuvo la respiración para no sollozar. Si hacía algún ruido, su esposo podría entrar allí. Ay, Dios, su esposo... Isabel había observado a su madre a lo largo de los años, y sabía perfectamente que los maridos eran siempre los que mandaban y que las mujeres corrían de un lado para otro, intentando desesperadamente hacerlos felices.
Pues bien, si iba a tener que correr de un lado para otro durante el resto de su vida, lo menos que se merecía era un bonito vestido blanco y que alguien le hiciera un regalo. Ni siquiera le importaba qué, con tal de que estuviese envuelto en un papel fino para que no supiera lo que había dentro hasta que lo abriese. Siempre le habían gustado las sorpresas, desde que era una niña.
Pero no la clase de sorpresas que se había llevado aquella noche.
Un sonido muy agudo rasgó de repente el silencio para terminar de destrozar sus crispados nervios. Isabel no sabía qué era. Inclinó la cabeza y miró con los ojos muy abiertos las cada vez más profundas sombras, intentando adivinar de dónde provenía. El sonido volvió a propagarse a través del silencio, para llegar a ella, extraño y cadencioso, sin interrumpirse en ningún momento.
La curiosidad hizo que saliera de aquel escondrijo situado entre la cama y la pared. Una angosta franja de luz procedente del pasillo se vertía en la habitación a través de la puerta entornada. La joven clavó los ojos en la abertura y avanzó lentamente. Se detuvo a unos pocos pasos de la silla, se puso de puntillas y estiró el cuello. Vio a Jose a través de la angosta abertura. Se encontraba sentado en el suelo, justo enfrente de su habitación, con la espalda apoyada en la pared del pasillo. Tenía en las manos un objeto largo y plateado que formaba un ángulo con sus labios.
Música.

~La canción de Isabel~Donde viven las historias. Descúbrelo ahora