Cinco~

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Jose Manuel tomó un sorbo de coñac, saboreándolo lentamente. Aquél era su momento preferido de la noche: ya había terminado la jornada laboral, había cenado, y las tranquilas horas que antecedían el momento de acostarse se extendían delante de él. El fuego crepitaba alegremente. Sus llamas de color ámbar y casi todo el calor que despedían ascendían precipitadamente por el tiro abierto de la chimenea. Sin importar que fuese invierno o verano, a Jose Manuel siempre le gustaba encender un fuego por las noches, para calentarse durante los meses fríos o para mejorar su disposición de ánimo cuando las temperaturas alcanzaban extremos sofocantes. Las llamas emitían muy poco calor, pero su apacible resplandor parpadeaba tranquilizadoramente hasta en los más remotos rincones de su estudio.

Después de hacer un poco de trabajo administrativo, esperaba poder dedicarse a sus lecturas. Los periódicos de toda la semana se encontraban amontonados junto a su silla. Ninguno de ellos había sido siquiera desdoblado. Tanto en el criadero de caballos como en la cantera, la primavera y el verano eran las épocas del año de mayor trabajo: empezaban con la temporada de partos y terminaban en septiembre, en el tiempo de cosecha. Entremedias, las agitadas semanas transcurrían entre infinidad de trabajos agotadores: entregar pedidos de piedra triturada, ocuparse de las yeguas durante el parto, cuidar los potros, labrar los campos, y además sembrar y regar. Las faenas parecían no tener fin, y las horas de descanso eran escasas. Las raras ocasiones en las que tenía un poco de tiempo libre, normalmente las pasaba en la cantera hablando con su capataz.

Tras estirar sus largas piernas, Jose Manuel cruzó los tobillos. Deleitándose con el resplandor del fuego, se sintió perezoso en grado sumo. El sopor se deslizó sobre él como un edredón sedoso, y se permitió cerrar los ojos, sosteniendo la copa de coñac en su mano ahuecada, contra el pecho.

—Señor...

Al oír la voz del mayordomo, Jose Manuel se incorporó sobresaltado. Derramó un poco de coñac sobre su camisa, y maldijo entre dientes.

—Siento tener que molestarlo, señor, pero Alfonso Lascurain se encuentra en el recibidor, e insiste en que tiene que verlo para tratar con usted un asunto de suma urgencia.

Jose Manuel puso la copa de coñac sobre la mesa de mármol que se encontraba junto a la silla y se frotó la cara con las manos. ¿Lascurain? Le echó un vistazo al reloj de la chimenea y vio que apenas eran las siete y diez. Sacudiéndose para quitarse el sopor, se puso de pie y empezó a meterse la camisa dentro del pantalón.

—Hazlo pasar, Félix.

Con los faldones negros de su chaqueta flotando detrás de él, el mayordomo giró sobre los talones y salió del estudio. Un momento después, la reluciente puerta de caoba se abrió de nuevo y Lascurain entró en la habitación. Con sólo echarle un vistazo, Jose Manuel supo que algo había pasado. El cordón del zapato izquierdo del juez estaba desatado, su calcetín derecho arrugado alrededor del tobillo y la pernera del pantalón metida en él. La camisa estaba bien abotonada, pero sólo uno de sus faldones se encontraba dentro del pantalón.

—Dios mío, ¿qué ha pasado, juez?

El hombre mayor se fue derechito al aparador, andando a zancadas hasta atrapar con una mano la botella de coñac. Sin siquiera pedir permiso, se sirvió una generosa cantidad de licor en una copa y se la bebió de un trago. Dado que el juez sólo había ido a su casa una vez, la noche en que violaron a su hija, a Jose Manuel le pareció que su comportamiento era bastante extraño, por no decir otra cosa. Se quedó mirando al hombre con cara de asombro mientras se servía más coñac.

Después de beberse otro trago, finalmente se volvió hacia Jose Manuel.

—Está embarazada.

Estas palabras cogieron a Jose Manuel completamente desprevenido. Habían pasado cuatro meses sin que tuviera noticia alguna de los Lascurain, y pensó que ya no había ninguna posibilidad de que la joven estuviese encinta. Se le doblaron las rodillas y tuvo grandes dificultades para llegar a su silla. Los ojos le escocían, y la conmoción le paralizó la garganta. Todo lo que podía hacer era mirar fijamente al hombre mayor. Después de unos segundos que se le hicieron infinitamente largos, dijo al fin:

~La canción de Isabel~Donde viven las historias. Descúbrelo ahora