Domingo 6 de abril de 1890.
Cuando Daniel Álvarez estaba sobrio, su compañía era soportable; pero cuando bebía, Alan Dristol le tenía miedo. Alan no tenía muy claro por qué. Que él supiera, Daniel nunca le había hecho nada verdaderamente malo a nadie. Pero aun así presentía, sin poder evitarlo, que podría llegar a hacerlo.
Este era un pensamiento perturbador, pues obligaba a Alan a examinar su propia personalidad. Si Daniel no le resultaba del todo simpático, ¿por qué se relacionaba con él? Y, aún más, ¿por qué bebía con él? Eran preguntas que Alan se había hecho miles de veces, y la respuesta, aunque no le gustara reconocerlo, era que no se atrevía a decirle que no... ¡Una palabra tan sencilla como «no»! Pero decírsela a alguien como Daniel no era nada sencillo. Tras obligar a su caballo a que aflojara el paso, Alan entornó los ojos frente al fuerte sol matutino para observar las espaldas de los cuatro compañeros que cabalgaban delante de él. Daniel Álvarez, más alto y ancho de espaldas que los demás, encabezaba el grupo. Como queriendo poner de relieve su autoridad, clavaba con frecuencia las espuelas en las grupas del caballo y sacudía continuamente las riendas de la pobre bestia. Alan casi sintió náuseas al pensar en semejante maltrato. Era un caballo obediente y no había ninguna necesidad de que Daniel lo tratase con crueldad.
Luego, Alan dirigió la mirada hacia James Radwick, Roddy Simms y Sam Peck, los otros tres jóvenes que iban delante de él, los americanos. Habían sido sus mejores amigos desde que tenía memoria y creía conocerlos casi tan bien como a sí mismo. Sospechaba que temían a Daniel tanto como él. ¡Qué pena daban! La noche anterior olvidaron todo lo que alguna vez aprendieron para seguir a Daniel como obedientes corderitos, o como estúpidos esclavos: fueron con él a los burdeles y luego ahogaron los remordimientos en alcohol. Pero los fuertes dolores de cabeza que en aquel momento tenían les estaban haciendo pagar cara su debilidad. ¡Dios santo! Era domingo. Sus familias debían de estar en la iglesia en aquel preciso momento, preguntándose dónde se habrían metido. ¿Era posible que ninguno de ellos tuviera un poco de fuerza de voluntad?
Daniel hizo que su caballo se pusiera de lado en medio del camino para cerrarles el paso, se quitó el bombín de fieltro y se secó el sudor de la frente con una manga. Hizo una mueca al ver la mugre que manchó de inmediato su blanco puño. Abril había sido inusualmente seco, había llovido muy poco en las últimas dos semanas y el camino estaba polvoriento.
-Les propongo que vayamos a nadar para despejarnos -dijo con aire y tono desafiante- ¡Marica el último!
Las Cataratas Brumosas y su laguna favorita estaban cerca de allí. Alan, incrédulo, dirigió la mirada en aquella dirección. A Daniel le encantaba hacer locuras; cuanto más temerarias, mejor. Pero proponer aquello justo después de lo sucedido la noche anterior, ya era demasiado.
-¿Que vayamos a nadar? ¿Te has vuelto loco? Nos moriremos de frío.
-Por Dios, Alan, eres un niño mimado. Aquí hace más calor que en el mismísimo infierno. Estoy sudando, y tú también.
-Sí, así vestido y completamente seco... claro que estoy sudando -reconoció Alan- Pero no será lo mismo, ni parecido, si me meto en esa laguna.
-El agua de la laguna es nieve derretida de las montañas -señaló Roddy- Con toda seguridad estará desagradablemente fría, Daniel.
-¿Desagradablemente fría? ¿Eres un hombre, Rod, o una niñita llorona disfrazada de hombre?
El rostro de Roddy enrojeció por la humillación, pero no dijo nada para defender su hombría. Ninguno de ellos le había hecho frente a Daniel jamás.
Daniel dejó escapar un gruñido de indignación, y espoleó al caballo para que saliera del camino y se metiera en la cuneta que se encontraba junto al mismo. Agitando su bombín en el aire, soltó un chillido mientras el animal salvaba de un salto el terraplén. Alan miró con recelo a sus tres amigos. De sobra sabía que ninguno de ellos quería ir a nadar. Lamentablemente, también sabía que doblarían la cerviz ante Daniel, pues ninguno tenía agallas para oponerle resistencia.
-¿Y bien? -preguntó Roddy.
Sam suspiró.
-A veces quisiera que estuviéramos solos los cuatro, como antes; desearía que nunca nos hubiéramos mezclado con él.
-Estoy de acuerdo con eso -anotó James.
Alan pensaba lo mismo, pero eso parecía irrelevante. El hecho era que Daniel no sólo se había unido al grupo, sino que además había tomado el mando. Los cuatro hicieron girar sus caballos y, a regañadientes, se dirigieron hacia las cataratas. Como una especie de advertencia, el viento empezó a soplar con repentina fuerza, y Alan sintió su refrescante impacto en el rostro. Sabía bien que aquel mismo viento, grato ahora, le parecería glacial con la piel mojada.
En lugar de seguir el sendero ya abierto por pisadas anteriores, Daniel se abrió camino por el bosque para llegar a la laguna. Era un terreno escabroso. Un madroño, un laurel, un roble raquítico y un abeto torcido se enmarañaban como los dedos de una anciana artrítica para impedir el paso a cualquiera; sus troncos sólidos y retorcidos se alzaban entre la densa maleza. Era imposible ver la tierra. Temiendo que su caballo tropezara con algún obstáculo y se rompiera una pata, Alan aflojó el paso y empezó a avanzar con cautela. Sus amigos, temerosos de que Daniel la tomara con ellos si perdían el tiempo, no se permitieron esta libertad. Alan pensaba que no mostraban ninguna consideración por sus monturas al obligarlas a atravesar un terreno tan desigual a semejante velocidad. Pero él sólo era uno de los vasallos, no era el líder. Todos hacían lo que Daniel quisiera, sin hacer preguntas, sin importarles ni sus caballos ni ninguna otra cosa.
Alan llegó el último. En aquel instante oyó las voces de sus cuatro compañeros deslizándose hacia él a través de los pinos y los abetos. Gritos y chillidos. A pesar del rencor que le guardaba a Daniel, sonrió al imaginar a Sam, Roddy y James saltando desnudos al agua helada. Idiotas insensatos. Podrían cogerse una pulmonía, y todo por seguirle la corriente a Álvarez. ¡Malditos sean los Álvarez! Maldita su lujosa casa de la colina. ¡Maldito sea su dinero! Algunas veces Alan se preguntaba si a su autoproclamado jefe no se le ocurrirían aquellas descabelladas ideas con la única intención de ver hasta dónde podía presionarlos, cuál era su límite.
Al salir por fin de la intrincada arboleda, a Alan le sorprendió advertir que nadie había entrado aún en el agua.
Puso una mano ahuecada sobre sus ojos para tratar de ver a qué se debía todo aquel alboroto y descubrió que había cinco personas cerca de la laguna: sus cuatro compañeros y una joven de complexión delgada. Daniel le había quitado el chal a la mujer y lo tenía en la mano fuera de su alcance. Típico de él. Daniel aprovechaba cualquier oportunidad que se le presentaba para intimidar a las personas. Si bien aquello molestaba a Alan, suponía que no era más que una inocente tomadura de pelo.
Enseguida reconoció a la joven. Isabel Lascurain, la boba del pueblo. Aunque casi tenía veinte años y ya hacía mucho tiempo que había dejado de ser una niña, su holgado vestido azul, sus medias negras y sus botines llenos de barro le daban un aspecto infantil y digno de lástima. Su madre iba con frecuencia a casa de los Lascurain, y por eso Alan sabía que Alfonso intentaba por todos los medios que su hija estuviera siempre bien arreglada, pero a Isabel le gustaba recorrer libremente el bosque, de manera que ésta era una misión imposible para la pobre mujer.
Su corazón percibió la expresión de pánico en el pequeño rostro de la joven mientras intentaba desaforadamente recuperar el chal que le pertenecía. Puesto que Isabel olvidaba muchas veces sus prendas de vestir en el bosque, sus padres eran muy estrictos con ella cuando no regresaba a casa con todas sus cosas. Alan sabía que la reprenderían severamente, o le harían algo aún peor, si regresaba a casa sin el chal. Su padre, el juez, creía que la letra con sangre entra, y por la enfermedad de Isabel, por su retraso, era mucho más duro con ella de lo que lo había sido con las tres hijas mayores.
Alan no criticaba al juez por asumir esta actitud, ni tampoco pensaba que fuese cruel. Era difícil controlar a una chica con inteligencia limitada, como Isabel, y sus padres eran dignos de elogio por haberla dejado vivir en casa. La mayoría de las personas habrían internado a una niña como ella en un manicomio. Si no fuese porque los Lascurain lograban esconder a la joven cuando tenían visitas, era muy posible que la buena sociedad les hubiera hecho el vacío. A muchos individuos les parecía muy desagradable ver a alguien como Isabel. A pesar de ello, sus padres no la habían internado en un hospital psiquiátrico. En lugar de ello, prefirieron quedársela y mantener su existencia en la sombra, por así decirlo.
Alan no sabría decir por qué los Lascurain se tomaban tantas molestias. El dinero no era un obstáculo para ellos. No tendrían ningún problema en pagar para que un establecimiento psiquiátrico se ocupara de la joven; y, dadas las aspiraciones políticas del juez, era de extrañar que no lo hubiesen hecho. Aunque era bien conocido que Isabel había sido una niña de inteligencia normal hasta que una fiebre le afectó el cerebro, algunas personas del pueblo aún rumoreaban a espaldas de los Lascurain que uno de los tíos de Alfonso estaba loco y que el desequilibrio mental era, por tanto, cosa de familia. Rumores como éste podrían acabar con la credibilidad de cualquier político.
¡Maldita sea! Daniel tenía que haberse dado cuenta de que Isabel no entendía que él sólo estaba jugando con ella. Esto era evidente en sus desesperados intentos por recuperar el chal. La pobre criatura era corta de entendederas, y cualquiera podría darse cuenta de ello. La expresión de perplejidad de sus grandes ojos marrones, casi tan claros que parecían reflejar un verde oscuro la delataba por completo, por no mencionar la manera tan extraña en que inclinaba la cabeza cuando Daniel le hablaba. Era obvio que no entendía lo que le estaba diciendo.
-¿No somos ya demasiado mayores para andar con este tipo de comportamientos? -Gritó Alan- Vamos, Daniel, deja tranquila a esa pobre chica.
-Ha hablado san Alan -contestó Daniel- ¿Pretendes simular que nunca te has burlado de ella?
¡Había hurgado en la herida!
-Todos hemos torturado a Isabel alguna vez, pero cuando éramos niños. Un hombre hecho y derecho no hace algo semejante.
-Eso es verdad. Vamos, Daniel -dijo Roddy con tono suplicante-, déjala en paz.
Daniel no parecía estar escuchando. Inclinándose hacia adelante, sonrió de oreja a oreja a Isabel e hizo oscilar el chal dejándolo justo fuera de su alcance.
-¿Lo quieres, cariño? Pues ven a por él.
Mientras intentaba engatusarla para que se acercara aún más, Daniel deslizaba su mirada por el vestido de Isabel, que estaba húmedo, probablemente por culpa de la catarata que se encontraba corriente arriba. Todos los que vivían en ese pueblo o en las zonas cercanas sabían que a Isabel le gustaba pasearse ociosa por las rocas que rodeaban la catarata. Sólo Dios sabía por qué tenía esta afición. La neblina de vapor que en todo momento ascendía desde el agua que caía en cascada era terriblemente fría, pero esto no parecía desanimarla, hiciese el tiempo que hiciese.
La tela mojada del vestido de Isabel, suave de tanto lavarla, se le pegaba al cuerpo, dejando ver mucho más de lo que ocultaba. Las curvas femeninas que se adivinaban bajo el vestido eran deliciosamente generosas... y estaban libres de trabas. Presintiendo que habría problemas, Alan se bajó del caballo. Daniel no podía estar pensando lo que Alan temía. El solo hecho de considerar esa idea era una brutal manifestación de inconsciencia. Pero ¿quién había dicho que Daniel tenía conciencia?
Al ver a Daniel, con su pelo leonino bien cortado y sus risueños ojos verdes, se podría pensar que era un joven educado. Lo tenía todo: dinero, privilegios y una excelente educación en una exclusiva universidad del Este. Pero nada de esto parecía suficiente para él, y probablemente nunca lo fuese. Parecía sentir una insaciable sed de poder, una necesidad irrefrenable de controlar a los demás.
Ésta se había manifestado hacía mucho tiempo con Alan y sus amigos, y ahora se desataba sobre la pobre Isabel.
Pero, al contrario que ellos, Isabel no era capaz de defenderse.
Alan echó un vistazo a sus desconcertados ojos marrones verdosos y enseguida la emprendió contra Daniel.
-¡Maldición! Ella no está en su sano juicio, Daniel, y tú lo sabes. Métete con alguien que pueda defenderse de todo lo que le hagas.
-Estará algo tocada de la cabeza, pero el resto de su cuerpo está en perfecta forma -replicó Daniel- ¡Sagrada revelación! Puedo ver sus tetas tan claramente como el agua. -Dejando escapar un débil silbido que no auguraba nada bueno para Isabel, agregó-: Se me hace la boca agua sólo con mirarlas.
Alan se volvió hacia sus amigos para buscar ayuda. Con las manos metidas en los bolsillos, Sam agachó la cabeza y removió la tierra rojiza con la punta de una de sus botas. Disimulaba, como si creyese de verdad que ignorar la situación la haría desaparecer. Roddy se rio por lo bajo, y la cara rubicunda de James se puso de color escarlata. A pesar de su vergüenza, ninguno de ellos parecía poder apartar la mirada del canesú de Isabel. A regañadientes, Alan también le echó un rápido vistazo. Era cierto que los pezones resaltaban bajo la tela. Y, para empeorar aún más las cosas, la falda se le pegaba a los muslos. Molesto consigo mismo por haberse fijado en eso, Alan apartó de inmediato la mirada de lo prohibido. El temor que sentía por Isabel le apretó las tripas, como si un frío puño las estrujara.
-Tu mamá está loca, mujer. No debería dejarte andar por el campo a medio vestir -dijo Daniel en voz baja, sin dejar de hacer oscilar el chal como si se tratase de un cebo.
-Su mente sigue siendo la de una niña, y además de una chiquilla no muy inteligente -le recordó Alan en un tono de voz que la ansiedad había vuelto agudo- Estoy seguro de que su madre la viste de esta manera debido a que ella no hace más que corretear por el bosque. Confía en la decencia de la gente que pueda toparse con ella, y con toda la razón. Ella no es un blanco de deseo legítimo, Daniel, y lo sabes. Dale su chal y deja que se vaya a casa.
-Se lo daré -le aseguró Daniel- Todo lo que tiene que hacer es venir a por él. Anda, cariño. Ven, acércate a Daniel.
Totalmente ajena a las perversiones carnales de la mente de su torturador, Isabel se lanzó para coger la prenda. En el momento mismo en que se acercó, Daniel la cogió de la cintura. Ella no gritó, pero los jadeantes ruidos de pánico que emitió resultaron aún peores. A Alan se le revolvió el estómago. No le gustaba lo que estaba pasando. No le gustaba en absoluto. La expresión visible en el rostro de Daniel era diabólica. Diabólica y cruel. Sus ojos color whisky despidieron un destello de pecaminosa excitación.
Alan dio un paso adelante.
-Deja que la chica se marche, Daniel. ¡Lo digo en serio!
-¿La chica? -Sin soltar su presa, Daniel se deshizo del chal para apretar con una mano el delicioso trasero de Isabel. A juzgar por la manera en que los dedos se hundieron en la carne, su manera de agarrarla era intencionadamente cruel- Estás ciego, amigo mío. Ésta no es ninguna chica, es una mujer que ha alcanzado su pleno desarrollo.
Soltó una débil risa e intentó robarle un beso. Empujando inútilmente sus hombros, Isabel, con su pelo azabache cayendo como una sedosa maraña sobre la delgada espalda y con los ojos nublados por la confusión, logró arquear el cuerpo y esquivar su boca. Daniel se conformó con mordisquearla a lo largo de la columna del cuello.
-¡Carajo, qué dulce es! -La mano del tipo buscaba ahora el pecho con la misma perversidad con la que había agarrado el trasero.
La ira invadió a Alan. De ninguna manera se quedaría con los brazos cruzados viendo cómo Daniel le hacía daño a la joven. Aquello ya pasaba de castaño a oscuro. Cogió con una mano el musculoso brazo de Daniel.
-Te dije que la dejaras...
Alan no pudo terminar lo que estaba diciendo. El brillo de un puñal interrumpió sus palabras. Se quedó mirando al sátiro con mudo asombro mientras Daniel soltaba a Isabel para adoptar una postura de combate y amenazarlo con el arma, que pareció salir de la nada.
-Nunca más vuelvas a meterte en mis asuntos -le advirtió Daniel con amenazadora suavidad.
Las rodillas de Alan estuvieron a punto de doblarse al pensar en la hoja de aquel puñal abriéndole el estómago de un tajo. Su único consuelo era que, en medio de la furia, Daniel pareció olvidarse de Isabel. Alan quería gritarle que huyera, pero sabía que, si lo hacía, Daniel recordaría lo que había estado haciendo y volvería a prestarle su lujuriosa atención. Sólo podía esperar que Isabel tuviera el suficiente sentido común como para huir por motus proprio.
-Vamos, Daniel. Estás borracho -observó Alan con voz trémula.
Huye, Isabel. ¡Lárgate de aquí! Alan sintió gotas de sudor corriendo por su espalda. Con el rabillo del ojo, vio a Isabel tratando desesperadamente de encontrar su chal. Su respiración era como jadeos superficiales, unos sonidos parecidos a los maullidos de una gatita. Resultaba evidente que tenía miedo y quería escaparse. Pero no estaba dispuesta a marcharse sin su chal. Con un sentimiento de desazón, Alan comprendió que, para ella, el chal era de suma importancia. Si regresaba a casa sin él, su padre la castigaría. La pobre chiquilla no comprendía el verdadero alcance del peligro que corría. Esto no le sorprendía. Dudaba de que otro hombre la hubiera mirado alguna vez con lujuria, y mucho menos que le hubiera puesto una mano encima. Ella no podía prever algo que no formaba parte de su experiencia. En aquel instante, la definición de la palabra inocencia adquirió un nuevo significado para Alan, e Isabel era su personificación.
Centrando su atención en Daniel, Alan decidió tratar de razonar con él. Al menos podría ganar un poco de tiempo para Isabel, si no lograba nada más.
-Tranquilízate, Daniel. No querrás cometer un delito, ¿verdad? Si te metes con la boba, lo estarás haciendo. Ella es la hija del juez Lascurain, ¡por el amor de Dios! Retirado o no, se asegurará de que te cuelguen de las pelotas en el mástil de la calle principal si la tocas.
-¿Cómo lo sabrá? Ella no puede decírselo, ¿recuerdas?
Dado que era indiscutiblemente cierta, la observación hizo que a Alan se le helara la sangre en las venas. Isabel no podía hablar. Aunque los reconociera, probablemente no sabía sus nombres, y no podría repetirlos si los supiese. Osó lanzar una rápida mirada hacia donde ella se encontraba, y la vio tirando de su chal para intentar desengancharlo de la raíz de un árbol. ¡Por Dios! Sus padres le habían enseñado bien. Tan bien que estaba dispuesta a jugarse el pellejo antes que abandonar aquel pedazo de lana que no tenía ningún valor. Alan sabía que Isabel había sido víctima de burlas crueles durante casi toda su vida. De ninguna manera podía saber que en aquella oportunidad era diferente, que Daniel tenía la intención de hacer mucho más que simplemente atormentarla con bromas pesadas. Muchísimo más.
James, que se había sentado en un tronco caído, se puso de cuclillas. Sus ojos grises se llenaron de incredulidad, y Alan no sabía si esto era por causa del puñal o de la espeluznante sugerencia de Daniel.
-¡No puedes estar hablando en serio, Daniel! -Exclamó James- Aunque ella no pueda hablar, hay que considerar el aspecto moral del asunto.
-¿Qué aspecto moral? -Daniel reía- ¡Mira que son remilgados! No sé por qué pierdo el tiempo con ustedes. Es muy probable que se esté muriendo de ganas. ¡Caray!, esta mujer tiene dieciocho o diecinueve años, como poco. La mayoría de las chicas de su edad ya están casadas y tienen uno o dos hijos. Ésta puede ser su gran oportunidad para divertirse un poco.
Divertirse. La palabra quedó flotando en el aire, desagradable, discordante. Alan rogó por seguir manteniendo la atención de Daniel, aunque sólo fuese un momento. Detrás de él, Isabel finalmente logró desenganchar su chal. Como si tuviese ojos en la parte posterior de su cabeza, Daniel alargó la mano hacia atrás y la cogió de la muñeca en el instante mismo en que la muchacha se volvía para huir. Ella se tambaleó bajo la fuerza de la mano del agresor. Cuando vio el puñal que blandía, se quedó lívida. Alan supuso que finalmente su poco espabilado cerebro había comprendido que Daniel podía ser un hombre realmente peligroso.
Acentuando la advertencia que le hacía a Alan con la afilada punta de su puñal, Daniel preguntó:
-¿Alguno de ustedes quiere enfrentarse conmigo? Si es así, hagan como las ranas y brinquen hacia él.
Ninguno de ellos era tan tonto como para hacer algo semejante. Sabían que Daniel era capaz de matar. El brillo que había en sus ojos era prueba fehaciente de que en ese momento estaba dispuesto a ello. Siguió agitando el puñal en el aire. Aquella fría sonrisa prometía tomar represalias si alguno de ellos se atrevía a desafiarlo. Cuando estuvo seguro de que nadie tendría el valor de hacerlo, guardó el arma en la funda de su cinturón y centró toda su atención en Isabel, que se retorcía en vano, intentando liberarse de las manos de aquel hombre.
-¡No puedes hacer eso! -gritó Alan.
-¿Quién me lo impedirá?
No sería Isabel, por supuesto, pues era una joven de complexión delgada, mientras que Daniel era un hombre robusto de más de un metro ochenta de alto. Girando ágilmente sobre sus talones, la arrojó al suelo, le levantó la falda y la violó sin esfuerzo alguno, como si se tratase de una niña.Am, se que es un poco intensa al principio y si, es poquito larga, pero esta muy bonita la trama y a mi particularmente me gustó mucho este libro. Espero que les haya interesado, de enserio que es muy linda historia. Ustedes me avisan si sigo...
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~La canción de Isabel~
FantasiJose Manuel Álvarez se queda horrorizado al descubrir que su hermano había forzado a una muchacha indefensa. Atormentado por la culpa, Jose se casa con ella y pretende criar al hijo que lleva en su vientre. Al poco tiempo de la boda, Jose descubre q...