Epílogo

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Epílogo

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Ni bien sus últimas palabras se acabaron de disolver en el aire, el sonido de una puerta cerrarse alertó a los presentes.

Para aumentar su tensión, era un doctor que acababa de entrar a la sala de espera.

Ieyasu respiró con profundidad y se incorporó, apretando los labios con fuerza y con el semblante más serio y sereno que pudo componer. Alaude le imitó sin siquiera soltar su mano.

El especialista en medicina le reconoció, no era muy diferente a su hospitalizado hermano después de todo.

Nadie se atrevió a romper el silencio hasta que los labios del doctor se movieron para informar si una vida seguía o acababa en esas paredes testigas de tanto sufrimiento, de tantas alegrías y de tantos llantos.

Aquel médico nunca olvidaría la reacción del hermano de su paciente, a quien parecía que el aire se escapaba de sus pulmones cuando escuchó el veredicto, y se aferró a lo más cercano que tenía, que era otro joven de cabello rubio platino, el cual le abrazó con todo el cariño que supo transmitir mientras el menor lloraba con fuerza enterrando el rostro en su pecho.

De reojo vio a un azabache de patillas rizadas ocultando su expresión con su sombrero.

Un joven de orbes café claro y cabellos negros pareció salir de la sorpresa y le agradeció con un balbuceo por la información y, tras un asentimiento, se retiró de la sala de espera, habiendo cumplido con su obligación.

En su regreso para hacer el informe, pasó por delante de la habitación 271, y suspiró.

•••

Rojas.

Le gustaban las flores rojas.

Miró el cielo, contrario a las flores este era de color azul despejado, nubes blancas, sol radiante... no era un día ideal para recordar a alguien, y la claridad contrastaba con su negro atuendo.

Dejó el ramo encima de la tierra, frente a la fría roca en al que ponía su nombre con una inscripción algo simple, y sonrió con tristeza.

En esos momentos, detestaba más que nunca recordar. ¿De qué sirven esas experiencias que ya han pasado y ya nunca volverán a suceder?

Sintió una mano en su hombro y miró hacia arriba, hacia su lado derecho. Esos azulados ojos que tanto amaba le estaban mirando con comprensión y cierta tristeza.

Él también sabía que uno nunca se reponía de una pérdida, y pese a tener sus diferencias en ciertas cosas, jamás dejas de amar a ese ser querido que ha dejado tu vida para siempre.

Lamentablemente, él había pasado por más de una.

—Teníamos nuestras diferencias y quizá pudimos tener una mejor relación... pero nunca nos odiamos —suspiró mientras acariciaba la superficie de la tierra.

—Tranquilo, ya te has culpado demasiado, ¿no crees? —el menor negó con la cabeza ligeramente.

—Pasarán los años y nunca dejaré de culparme —cerró los ojos conteniendo las lágrimas que empezaban a salir de ellos.

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