Capítulo 22: Miedo

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Capítulo 22: Miedo

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Quien inventara eso del amor, ya podría haberse molestado en hacer también un manual de instrucciones.

Eso fue lo que el menor de los rubios logró pensar en un corto momento de lucidez que, como bien había sido dicho, no duró demasiado.

Más bien, fue el escaso tiempo que se mantuvo recuperando el oxígeno tan necesario entre beso y beso, y antes de que cualquier otro pensamiento cruzara su mente, sus labios fueron nuevamente tomados por el mismo a quien tanto amaba y detestaba.

Si alguna vez pensó que era una tontería odiar y querer a alguien a la vez, como solía leer en los libros, había acabado por comprobar que no era imposible.

Lo estaba experimentando demasiado bien.

Después de aquellas tres palabras que lograron robarle el aliento y aquel beso que le hizo creer aún más en ellas, era vagamente consciente de que lo que estaba haciendo estaba mal. Que corresponder a aquel apasionado contacto era básicamente tirar por la borda todos los años que había estado convencido de que había superado esos sentimientos.

Pero, ¿por qué si estaba mal se sentía tan condenadamente bien?

En algún momento del apasionado ambiente, habían pasado del frío suelo de la terraza a la suavidad del colchón de su habitación, el cual siempre había considerado demasiado grande para una sola persona.

Al tan solo dejarse llevar por los acontecimientos, ni siquiera fue demasiado consciente de su situación hasta que sintió unas cálidas y hábiles manos recorriendo toda su espalda por debajo de la tela y su clavícula siendo devorada por su ahora amante.

Se sentía tan bien que solo quería más...

O por lo menos así era hasta que un recuerdo asaltó su mente.

«Aún sintiendo las lágrimas derramándose por sus mejillas, le vio dar media vuelta y marcharse tal y como había aparecido, sin siquiera dignarse a darle una respuesta a su desesperada pregunta.

Como un fantasma que se desvanecía en la oscuridad...

Solo que era real.

—¡Eso es mentira! —exclamó, más para convencerse a sí mismo que para el contrario.

—Tú mismo lo acabas de ver —dijo aquel hombre con una sonrisa de satisfacción, esa misma sonrisa que tan mala espina le dio anteriormente, notándose su diversión ante la amarga situación por la que pasaba.

—No es cierto... —sollozó—. Nunca lo haría... —por mucho que se lo repitiera, no serviría de nada.

No cambiaría la realidad.

Se arrodilló en el suelo, derrotado, importándole poco las armas que le apuntaban amenazando su vida.

No recordaba ni sus razones para vivir.

¿Cómo? ¿Cómo había sido tan estúpido como para enamorarse de él? ¿Cuándo se había convertido en un juguete, una simple diversión?

Dirigió su mirada a una de sus manos, donde relucía una pequeña sortija de plata a la luz de las farolas.

Con rabia, miró el objeto mientras todos los recuerdos que tenían juntos pasaban frente a sus ojos como haces de luz, hiriéndole aún más sus ya rotos sentimientos.

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