PARTE I - INTRODUCCIÓN

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No me considero una chica con suerte. De hecho, me atrevería a apostar a que nunca la he tenido, o bueno, eso pensaba hasta que conocí a alguien. Era de esas personas que, al perderte en su mirada, solo puedes pensar en la suerte que tienes, que no importa nada más que las promesas y los resquicios de un futuro que nunca llegaría: unas promesas vacías y un futuro imposible al lado de una persona que no es capaz de querer a nadie porque no es capaz de quererse a sí misma.

A mis 24 años y recién licenciada, la verdad es que yo siempre iba más pendiente de mi supervivencia en la capital que de encontrarme al amor de mi vida. Hacía ya algún tiempo que dejé de creer en los príncipes de cuentos de hadas, de hecho, no creía ni en las princesas. Las historias que nos cuentan de niños, donde todo son finales felices, se acabaron para mí cuando el hombre de mi vida dejó de respirar en aquella habitación de hospital: mi padre. Él era el único que creía que yo llegaría lejos: "sé feliz, hija, no importa cómo, y llegarás dónde quieras. Te quiero." Esas fueron las últimas palabras que me dijo. "Sé feliz".

Desde entonces no he sido capaz de aferrarme a nada ni a nadie, salvo a mi guitarra. En realidad era su guitarra. Anduvo años detrás de mí con la esperanza de que aprendiera a tocarla y dejara de cantar en la ducha para hacerlo delante del mundo, pero siempre fui tímida para esas cosas. El día que mi madre y yo decidimos recoger lo que quedaba de él por casa no pude evitar quedármela. Empecé a tocar algunos acordes, a aprenderme mis canciones favoritas, y acabé llenando cuadernos con letras que expresaban cosas que ni yo realmente entendía.

Luego llegó la universidad y algún que otro chico. Se supone que eso era lo que tenía que ser, pero fui descubriendo que quizá no lo era para mí. Me enamoré de mi compañera de la residencia. Dicen que el roce hace el cariño, y durante un par de años realmente así fue. Pero el cariño no siempre es suficiente. Seguí intentando adaptarme a lo que la sociedad quería: pero yo misma no me creía. Mis cuadernos se llenaban de letras que buscaban a alguien con quien compartir mis noches. Lo curioso es que siempre pensaba en ella.

Tardé un tiempo en aceptarlo, pero en el fondo lo sabía: yo no encendía velas en mi ventana para hacer señales a ningún Romeo. De hecho tuve que salir por alguna huyendo de novios que no sabían qué hacían sus chicas con sus "mejores amigas". En una de esas aventuras, de las cuales no me arrepiento, decidí que tenía que ser yo misma: me gustaban las mujeres, lo tenía claro. Ella se llamaba Niylah. Tenía el típico novio florero de la universidad que le llevaba a todas partes y la trataba bien. Pero no le hacía ni caso: pasaba las tardes conmigo en algún césped o en su cama. Un fin de semana que creía que él estaría fuera, quiso sorprenderla, y lógicamente, la sorpresa se la llevó él al abrir la puerta del dormitorio y no encontrarse con ella, si no conmigo, borracha y sin ropa, esperando a Niylah, que había ido a por agua. No sé quién pasó más vergüenza de los tres.

Al día siguiente se lo conté todo a mi madre. Al fin y al cabo se había convertido en mi mejor amiga, y para ser sinceros, yo en la suya. Al principio se mostró recelosa. No todo el mundo entiende que su hija no quiera un hombre a su lado para el resto de su vida... pero poco a poco se fue haciendo a la idea, y hasta me seguía el rollo cuando salíamos por ahí juntas. La siguiente a la que se lo conté fue a mi abuela. Las preguntas sobre mi estado civil cada vez eran más frecuentes, y a mi madre se le acababan los temas de conversación con los que esquivar las preguntas. Así que un día se lo solté sin más.

— Hija, ¿Cuándo nos vas a traer un noviete a comer a casa? – esa solía ser la pregunta—.

— Mamá, has visto [cualquier cosa totalmente arbitraria] que han dicho en las noticias? – de verdad que mi madre lo intentaba... pero no había forma de escaparse—.

— Abuela, un día de estos. Pero será una chica, no un chico– Esperaba que la diera un paro cardíaco o que se enfadara, pero su reacción fue de lo más aprobadora posible--.

— Pues eso, ¿que cuando nos vas a traer a una novia a casa? – Mi madre y yo nos miramos, sabiendo que no podía ser de otra manera y sonriendo para nuestros adentros—.

Le llevé a alguna, sí, y lo pasamos bien. En casa estaba a salvo, era mi castillo, mi fortaleza. Pero sabía que ninguna sería para siempre. Lo peor era cuando aparecía con una chica distinta y a la abuela le daba por recordar a alguna anterior. Era curioso que cuantos más piercings o tatuajes tuvieran o en función de lo rapado que tuvieran el pelo, antes se acordaba la abuela de la María o la Ana que estuvieron por allí comiendo un par de días atrás.

El día que más orgullo sentí de familia fue el día que decidí marcharme en busca de un trabajo en una discográfica. El objetivo era abrir mi propio sello, pero sabía que tenía mucho que aprender por delante. Salí para Madrid con un expediente bastante decente debajo del brazo, una maleta llena de sueños, mi guitarra y la esperanza de no tener que regresar con las manos vacías.

[Clexa AU] Cuando me elegí a míDonde viven las historias. Descúbrelo ahora