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Se sentía mal, casi impotente. Era un bueno para nada, como su familia solía decirle, ¿cómo podía hacerle algo así a una persona como Tom? No lo merecía, claro que no. El pelinegro siempre había sido atento con él, ¿y cómo se lo paga? ¡Huyendo como si él fuera el monstruo! ¡Eso no tenía una pizca de sentido!

Jaló su cabello desesperado.

“¿Eso es lo que realmente quieres?”

Explotó su armario para descargar su enojo. Ese estúpido armario que había sido su mejor amigo desde hace años y, aún peor, el cómplice detrás de los crímenes.

“¿También harás explotar tu cama? ¿Seguirán quitando tu furia en objetos que no tienen la culpa? ¡Oh, mira! Casi como lo hiciste con él, pero, para tu suerte, él sí tiene sentimientos” escupió nuevamente su mente.

—¡Calla! —siseó llorando.

¿Así se sentía la culpa? Claro, así se sentía, como la vez que atraparon a Hermione por su culpa, si él tan sólo hubiera sido más rápido...

“¿El bebé no puede hacer nada bien?”

Levantó su mirada y se vio en el espejo. Era horrible, ¿cómo alguien lo quisiera con esa cara?

“¿Apenas lo notaa? Ellos te lo dijeron”

La lágrimas empezaron a caminar por su rostro como si de un río se tratase. Sí, ellos se lo habían dicho, no, se los demostraron muchas veces, y cuánta razón tenían. Era un jodido monstruo que no apreciaba lo que le rodeaba, ¡hasta había dejado a Remus y Sirius! ¿Cómo le pudo haber hecho eso a su familia?... Su manada.

Gritó todo lo que sus pulmones y cuerdas vocales le permitieron. Sólo causaba dolor y sufrimiento, todos los maltratos que un día recibió se los merecía, por él sus padres murieron, por él Hermione vivía como muggle sin recordar nada del mundo mágico, por él Ron y Ginny están en Askaban, por él Remus se había quedado sin manada, por él Sirius había tenido que esconderse por cinco años. Todo era su culpa, siempre lo había sido.

Resignado y tratando de pedir perdón a algo que no sentía, reparó su armario, viendo como sus disfraces se arreglaban con rapidez. Tal vez era una buena idea salir a dar un paseo, tratar de sentir el aire chocar en su cara como si de una caricia se tratase, sentir como el oxígeno limpiaba todo su ser y ver cómo el cielo perdonaba todos sus pecados.

¿Cómo había llegado a ese punto?

Buscó entre sus ropas una camisa café y un pantalón negro, lo más normal posible. Cambió su cabello a un rubio callendo a castaño, mas sus iris esmeraldas seguían intocables en sus ojos. Esmeralda. El color favorito de él.

Negó con la cabeza y se siguió vistiendo hasta que recordó algo importante: La poción.

Se acercó a su mesa para tomar la pequeña botella, pero ésta no estaba ahí. Frunció el ceño y buscó en su mesa de noche, tampoco. Corrió hacia el cajón donde ponía las pociones, el cual estaba vacío.

—Joder —gruñó empezando a sentir los efectos de la maldición recorrer su cuerpo.

Buscó por toda su casa antes de rendirse ante la maldición. Su cuerpo parecía arder en ácido, a sus quince años ya estaba acostumbrado a ese dolor, pero, después de que su querido padrino le diera esa poción, los síntomas habían desaparecido.

Después de seis años lo que siente parecía el mismo infierno.

Chilló cuando sintió sus pulmones apretarse. Lo peor es que esa maldición no mataba. Gruñó. No quería vivir así toda su vida.

Sintiendo como sus entrañas querían salir corriendo fuera de él, decidió ir al único lugar en el cual lo podían ayudar.

Disfraz.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora