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El vendaval de la noche anterior había remojado las tejas de la
vieja casa de campo. Cuando llegamos, la lluvia goteaba en todos los
cuartos.
—Los techos no están preparados para un invierno semejante —dijeron
los criados al introducirnos en la sala, y como echaran sobre mí una
mirada de extrañeza, Daniel explicó rápidamente:
—Mi prima y yo nos casamos esta mañana. Tuve dos segundos de
perplejidad.
—"Por muy poca importancia que se haya dado a nuestro repentino
enlace, Daniel debió haber advertido a su gente" —pensé, escandalizada.
A la verdad, desde que el coche franqueó los límites de la
hacienda, mi marido se había mostrado nervioso, casi agresivo.
Y era natural.
Hacía apenas un año efectuaba el mismo trayecto con su primera
mujer; aquella muchacha huraña y flaca a quien adoraba, y que debiera
morir tan inesperadamente tres meses después. Pero ahora, ahora hay algo
como de recelo en la mirada con que me envuelve de pies a cabeza. Es la
mirada hostil con la que de costumbre acoge siempre a todo extranjero.
—¿Qué te pasa? —le pregunto.
—Te miro —me contesta—. Te miro y pienso que te conozco
demasiado...
Lo sacude un escalofrío. Se allega a la chimenea y mientras se
empeña en avivar la llama azulada que ahuma unos leños empapados,
prosigue con mucha calma:
—Hasta los ocho años, nos bañaron a un tiempo en la misma bañadera.
Luego, verano tras verano, ocultos de bruces en la maleza, Felipe y yo te
hemos acechado y visto zambullirse en el río a todas las muchachas de la
familia. No necesito ni siquiera desnudarte. De ti conozco hasta la
cicatriz de tu operación de apendicitis.
Mi cansancio es tan grande que en lugar de contestar prefiero
dejarme caer en un sillón. A mi vez, miro este cuerpo de hombre que se
mueve delante de mí. Este cuerpo grande y un poco torpe yo también lo
conozco de memoria; yo también lo he visto crecer y desarrollarse.
Desde hace años, no me canso de repetir que si Daniel no procura mantenerse
derecho terminará por ser jorobado. Y como a menudo enredé en ellos dedos
temblorosos de rabia, conozco la resistencia de sus cabellos rubios,
ásperos y crespos. En él, sin embargo, esa especie de inquietud en los
movimientos, esa mirada angustiada, son algo nuevo para mí.
Cuando era niño, Daniel no temía a los fantasmas ni a los muebles
que crujen en la oscuridad durante la noche. Desde la muerte de su mujer,
diríase que tiene siempre miedo de estar solo.
Pasamos a una segunda habitación más fría aún que la primera.
Comemos sin hablar.
—¿Te aburres? —interroga de improviso mi marido.
—Estoy extenuada —contesto.
Apoyados los codos en la mesa, me mira fijamente largo rato y
vuelve a interrogarme:
—¿Para qué nos casamos?
—Por casarnos —respondo.
Daniel deja escapar una pequeña risa.
—¿Sabes que has tenido una gran suerte al casarte conmigo?
—Sí, lo sé —replico, cayéndome de sueño.
—¿Te hubiera gustado ser una solterona arrugada, que teje para los
pobres de la hacienda?
Me encojo de hombros.
—Ese es el porvenir que aguarda a tus hermanas...
Permanezco muda. No me hacen ya el menor efecto las frases
cáusticas con que me turbaba no hace aún quince días.
Una nueva y violenta racha de lluvia se descarga contra los
vidrios. Allá, en el fondo del parque, oigo acercarse y alejarse el
incesante ladrido de los perros. Daniel se levanta y toma la lámpara.
Echa a andar. Mientras lo sigo, arrebujada en la vieja manta de vicuña,
que me echara compasivamente sobre los hombros la buena mujer que nos
sirviera una comida improvisada, compruebo con sorpresa que sus sarcasmos
no hacen sino revolverse contra él mismo. Está lívido y parece sufrir.
Al entrar en el dormitorio, suelta la lámpara y vuelve rápidamente
la cabeza, a la par que una especie de ronquido que no alcanza a reprimir
le desgarra la garganta.
Le miro extrañada. Tardo un segundo en comprender que está
llorando.

La Última Niebla De Maria Luisa BombalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora