Lo abrazo fuertemente y con todos mis sentidos escucho. Escucho
nacer, volar y recaer su soplo; escucho el estallido que el corazón
repite incansable en el centro del pecho y hace repercutir en las
entrañas y extiende en ondas por todo el cuerpo, transformando cada
célula en un eco sonoro. Lo estrecho, lo estrecho siempre con más afán;
siento correr la sangre dentro de sus venas y siento trepidar la fuerza
que se agazapa inactiva dentro de sus músculos; siento agitarse la
burbuja de un suspiro. Entre mis brazos, toda una vida física, con su
fragilidad y su misterio, bulle y se precipita. Me pongo a temblar.
Entonces él se inclina sobre mí y rodamos enlazados al hueco del
lecho. Su cuerpo me cubre como una grande ola hirviente, me acaricia, me
quema, me penetra, me envuelve, me arrastra desfallecida. A mi garganta
sube algo así como un sollozo, y no sé por qué empiezo a quejarme, y no
sé por qué me es dulce quejarme, y dulce a mi cuerpo el cansancio
infligido por la preciosa carga que pesa entre mis muslos.
Cuando despierto, mi amante duerme extendido a mi lado. Es plácida
la expresión de su rostro; su aliento es tan leve que debo inclinarme
sobre sus labios para sentirlo. Advierto que, prendida a una finísima,
casi invisible cadena, una medallita anida entre el vello castaño del
pecho; una medallita trivial, de esas que los niños reciben el día de su
primera comunión. Mi carne toda se enternece ante este pueril detalle.
Aliso un mechón rebelde apegado a su sien, me incorporo sin despertarlo.
Me visto con sigilo y me voy.
Salgo como he venido, a tientas.
Ya estoy fuera. Abro la verja. Los árboles están inmóviles y
todavía no amanece. Subo corriendo la callejuela, atravieso la plaza,
remonto avenidas. Un perfume muy suave me acompaña: el perfume de mi
enigmático amigo. Toda yo he quedado impregnada de su aroma. Y es como si
él anduviera aún a mi lado o me tuviera aún apretada en su abrazo o
hubiera deshecho su vida en mi sangre, para siempre.
Y he aquí que estoy extendida al lado de otro hombre dormido.
—"Daniel, no te compadezco, no te odio, deseo solamente que no
sepas nunca nada de cuanto me ha ocurrido esta noche..."
¿Por qué, en otoño, esa obstinación de hacer constantemente barrer las
avenidas?
Yo dejaría las hojas amontonarse sobre el césped y los senderos,
cubrirlo todo con su alfombra rojiza y crujiente que la humedad tornaría
luego silenciosa. Trato de convencer a Daniel para que abandone un poco el jardín. Siento nostalgia de parques abandonados, donde la mala hierba
borre todas las huellas y donde arbustos descuidados estrechen los
caminos.Pasan los años. Me miro al espejo y me veo, definitivamente
marcadas bajo los ojos, esas pequeñas arrugas que sólo me afluían, antes,
al reír. Mi seno está perdiendo su redondez y consistencia de fruto
verde. La carne se me apega a los huesos y ya no parezco delgada, sino
angulosa. Pero, ¡qué importa! ¡Qué importa que mi cuerpo se marchite, si
conoció el amor! Y qué importa que los años pasen, todos iguales. Yo tuve
una hermosa aventura, una vez... Tan sólo con un recuerdo se puede
soportar una larga vida de tedio. Y hasta repetir, día a día, sin
cansancio, los mezquinos gestos cotidianos.
Hay un ser que no puedo encontrar sin temblar. Lo puedo encontrar
hoy, mañana o dentro de diez años. Lo puedo encontrar aquí, al final de
una alameda o en la ciudad, al doblar una esquina. Tal vez nunca lo
encuentre. No importa; el mundo me parece lleno de posibilidades; en cada
minuto hay para mí una espera, cada minuto tiene para mí su emoción.
Noche a noche, Daniel se duerme a mi lado, indiferente como un
hermano. Lo abrigo con indulgencia porque hace años, toda una larga
noche, he vivido del calor de otro hombre. Me levanto, enciendo a
hurtadillas una lámpara y escribo:
"He conocido el perfume de tu hombro y desde ese día soy tuya. Te
deseo. Me pasaría la vida tendida, esperando que vinieras a apretar
contra mi cuerpo tu cuerpo fuerte y conocedor del mío, como si fuera su
dueño desde siempre. Me separo de tu abrazo y todo el día me persigue el
recuerdo de cuando me suspendo a tu cuello y suspiro sobre tu boca."
Escribo y rompo.
Hay mañanas en que me invade una absurda alegría. Tengo el
presentimiento de que una felicidad muy grande va a caer sobre mí en el
espacio de veinticuatro horas. Me paso el día en una especie de
exaltación. Espero. ¿Una carta, un acontecimiento imprevisto? No sé, a la
verdad.
Ando, me interno monte adentro y, aunque es tarde, acorto el paso a
mi vuelta. Concedo al tiempo un último plazo para el advenimiento del
milagro. Entro al salón con el corazón palpitante.