Me la imagino dormida así, en tibios aposentos alfombrados donde
toda una vida misteriosa se insinúa en un flotante perfume de cabelleras
y cigarrillos femeninos.
De nuevo en mí este dolor punzante como un grito.
Vuelvo a salir para sentarme en la oscuridad, frente a la casa. Veo
moverse luces entre los árboles. Bultos de hombres avanzan con infinitas
precauciones, trayendo grandes ramas encendidas en las manos a modo de
antorchas. Oigo el jadeo precipitado de los perros.
—¿Buena suerte? —interrogo con júbilo.
—¡Maldita niebla! —rezonga Daniel, por toda respuesta.
Hombres y animales vienen a desplomarse, exhaustos, a mis pies. Se
alinea delante de mí una profusión de alas muertas, de pobres cuerpos
mutilados, embarrados.
El amante de Regina deja caer sobre mis rodillas una torcaza aún
caliente y que destila sangre:
Pego un alarido y la rechazo, nerviosa. Mientras todos se alejan
riendo, el cazador se obstina en mantener, contra mi voluntad, aquel
vergonzoso trofeo en mi regazo. Me debato como puedo y llorando casi de
indignación. Cuando él afloja su forzado abrazo, levanto la cara.
Me intimida su mirada escrutadora y bajo los ojos. Al levantarlos
de nuevo, noto que me sigue mirando. Lleva la camisa entreabierta y de su
pecho se desprende un olor a avellanas y a sudor de hombre limpio y
fuerte. Le sonrío turbada. Entonces él, levantándose de un salto, penetra
en la casa sin volver la cabeza.
La niebla se estrecha, cada día más, contra la casa. Ya hizo
desaparecer las araucarias cuyas ramas golpeaban la balaustrada de la
terraza. Anoche soñé que, por entre rendijas de las puertas y ventanas,
se infiltraba lentamente en la casa, en mi cuarto, y esfumaba el color de
las paredes, los contornos de los muebles, y se entrelazaba a mis
cabellos, y se me adhería al cuerpo y lo deshacía todo, todo... Sólo, en
medio del desastre, quedaba intacto el rostro de Regina, con su mirada de
fuego y sus labios llenos de secretos.Hace varias horas que hemos llegado a la ciudad. Detrás de la
espesa cortina de niebla, suspendida inmóvil alrededor de nosotros, la
siento pesar en la atmósfera.
La madre de Daniel ha hecho abrir el gran comedor y encender todos
los candelabros sobre la larga mesa de familia donde, en una punta, nos
amontonamos, entumecidos. Pero el vino dorado, que nos sirven en copas de
pesado cristal, nos entibia las venas; su calor nos va trepando por la
garganta hasta las sienes.
Daniel, ligeramente achispado, promete restaurar en nuestra casa el
oratorio abandonado. Al final de la comida hemos convenido que mi suegra
vendrá con nosotros al campo.
Mi dolor de estos últimos días, ese dolor lancinante como una
quemadura, se ha convertido en una dulce tristeza que me trae a los
labios una sonrisa cansada. Cuando me levanto, debo apoyarme en mi
marido. No sé por qué me siento tan débil y no sé por qué no puedo dejar
de sonreír.
Por primera vez desde que estamos casados, Daniel me acomoda las
almohadas. A medianoche me despierto, sofocada. Me agito largamente entre
las sábanas, sin llegar a conciliar el sueño. Me ahogo. Respiro con la
sensación de que me falta siempre un poco de aire para cada soplo. Salto
del lecho, abro la ventana. Me inclino hacia afuera y es como si no
cambiara de atmósfera. La neblina, esfumando los ángulos, tamizando los
ruidos, ha comunicado a la ciudad la tibia intimidad de un cuarto
cerrado.
Una idea loca se apodera de mí. Sacudo a Daniel, que entreabre los
ojos.
—Me ahogo. Necesito caminar. ¿Me dejas salir?
—Haz lo que quieras —murmura, y de nuevo recuesta pesadamente la
cabeza en la almohada.
Me visto. Tomo al pasar el sombrero de paja con que salí de la
hacienda. El portón es menos pesado de lo que pensaba. Echo a andar,
calle arriba.