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Me aparto de él, tratando de persuadirme de que la actitud más
discreta está en fingir una absoluta ignorancia de su dolor. Pero en mi
fuero interno algo me dice que ésta es también la actitud más cómoda.
Y entonces, más que el llanto de mi marido, me molesta la idea de
mi propio egoísmo. Lo dejo pasar al cuarto contiguo sin esbozar un gesto
hacia él, sin balbucir una palabra de consuelo. Me desvisto, me acuesto
y, sin saber cómo, me deslizo instantáneamente en el sueño.
A la mañana siguiente, cuando me despierto, hay a mi lado un surco
vacío en el lecho; me informan que, al rayar el alba, Daniel salió camino
del pueblo.
* * *
La muchacha que yace en ese ataúd blanco, no hace dos días
coloreaba tarjetas postales, sentada bajo el emparrado. Y ahora hela aquí
aprisionada, inmóvil, en ese largo estuche de madera, en cuya tapa han
encajado un vidrio para que sus conocidos puedan contemplar su postrera
expresión.
Me acerco y miro, por primera vez, la cara de un muerto.
Veo un rostro descolorido, sin ni un toque de sombra en los anchos
párpados cerrados. Un rostro vacío de todo sentimiento.
Esta muerta, sobre la cual no se me ocurriría inclinarme para
llamarla porque parece que no hubiera vivido nunca, me sugiere de pronto
la palabra silencio.
Silencio, un gran silencio, un silencio de años, de siglos, un
silencio aterrador que empieza a crecer en el cuarto y dentro de mi
cabeza.
Retrocedo y, abriéndome paso con nerviosa precipitación entre mudos
enlutados, alcanzo la puerta, después de haber tropezado con horribles
coronas de flores artificiales.
Atravieso casi corriendo el jardín, abro la verja. Pero, afuera,
una sutil neblina ha diluido el paisaje y el silencio es aún mas inmenso.
Desciendo la pequeña colina sobre la cual la casa está aislada
entre cipreses, como una tumba, y me voy, a bosque traviesa, pisando
firme y fuerte, para despertar un eco. Sin embargo, todo continúa mudo y
mi pie arrastra hojas caídas que no crujen porque están húmedas y como en
descomposición.

Esquivo siluetas de árboles, a tal punto estáticas, borrosas, que
de pronto alargo la mano para convencerme de que existen realmente.
Tengo miedo. En aquella inmovilidad y también en la de esa muerta
estirada allá arriba, hay como un peligro oculto.
Y porque me ataca por vez primera, reacciono violentamente contra
el asalto de la niebla.
¡Yo existo, yo existo —digo en voz alta— y soy bella y feliz! Sí,
¡feliz!; la felicidad no es más que tener un cuerpo joven y esbelto y
ágil.
No obstante, desde hace mucho, flota en mí una turbia inquietud.
Cierta noche, mientras dormía, vislumbré algo, algo que- era tal vez su
causa. Una vez despierta, traté en vano de recordarlo. Noche a noche he
tratado, también en vano, de volver a encontrar el mismo sueño.
Un soplo frío me azota la frente. Sin ruido, tocándome casi, ha
pasado sobre mí un pájaro de alas rojizas, de alas de color de otoño.
Tengo miedo nuevamente. Emprendo una carrera desesperada hacia mi casa.
Diviso a mi marido, que apacigua el trote de su caballo para
gritarme que su hermano Felipe, con su mujer y un amigo, han venido a
visitarnos de paso para la ciudad.
Entro al salón por la puerta que abre sobre el macizo de
rododendros. En la penumbra, dos sombras se apartan bruscamente una de
otra, con tan poca destreza, que la cabellera medio desatada de Regina
queda prendida a los botones de la chaqueta de un desconocido.
Sobrecogida, los miro.
La mujer de Felipe opone a mi mirada otra mirada llena de cólera.
El, un muchacho alto y muy moreno, se inclina, con mucha calma
desenmaraña las guedejas negras, y aparta de su pecho la cabeza de su
amante.
Pienso en la trenza demasiado apretada que corona sin gracia mi
cabeza. Me voy sin haber despegado los labios.
Ante el espejo de mi cuarto, desato mis cabellos, mis cabellos
también sombríos. Hubo un tiempo en que los llevé sueltos, casi hasta
tocar el hombro. Muy lacios y apegados a las sienes, brillaban como una
seda fulgurante. Mi peinado se me antojaba, entonces, un casco guerrero
que, estoy segura, hubiera gustado al amante de Regina. Mi marido me ha
obligado después a recoger mis extravagantes cabellos; porque en todo
debo esforzarme en imitar a su primera mujer, a su primera mujer que,
según él, era una mujer perfecta.

La Última Niebla De Maria Luisa BombalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora