Con la vaga esperanza de haberme equivocado de calle, de casa,
continúo errando por una ciudad fantasma. Doy vueltas y más vueltas.
Quisiera seguir buscando, pero ya ha anochecido y no distingo nada.
Además ¿para qué luchar? Era mi destino. La casa, y mi amor, y mi
aventura, todo se ha desvanecido en la niebla; algo así como una garra
ardiente me toma, de pronto, por la nuca; recuerdo que tengo fiebre.
De nuevo este singular olor a hospital. Daniel y yo cruzamos
puertas abiertas a pequeños antros oscuros donde formas confusas suspiran
y se agitan.
—Dicen que ha perdido mucha sangre —pienso, mientras una enfermera
nos introduce al cuarto donde una mujer está postrada en un catre de
hierro blanco.
Regina está tan fea que parece otra. Algunos mechones muy lacios, y
como impregnados de sudor, le cuelgan hasta la mitad del cuello. Le han cortado el pelo. Se le transparentan las aletas de la nariz y, sobre la
sábana, yace inmóvil una mano extrañamente crispada.
Me acerco. Regina tiene los ojos entornados y respira con
dificultad. Como para acariciarla, toco su mano descarnada. Me arrepiento
casi en seguida de mi ademán porque, a este leve contacto, ella revuelca
la cabeza de un lado a otro de la almohada emitiendo un largo quejido. Se
incorpora de pronto, pero recae pesadamente y se desata entonces en un
llanto desesperado. Llama a su amante, le grita palabras de una
desgarradora ternura. Lo insulta, lo amenaza y lo vuelve a llamar.
Suplica que la dejen morir, suplica que la hagan vivir para poder verlo,
suplica que no lo dejen entrar mientras ella tenga olor a éter y a
sangre. Y vuelve a prorrumpir en llanto.
A mi alrededor murmuran que vive así, en continua exaltación, desde
el momento fatal en que...
El corazón me da un vuelco. Veo a Regina desplomándose sobre un
gran lecho todavía tibio. Me la imagino aferrada a un hombre y temiendo
caer en ese vacío que se está abriendo bajo ella y en el cual
soberbiamente decidió precipitarse. Mientras la izaban al carro
ambulancia, boca arriba en su camilla, debió ver oscilar en el cielo
todas las estrellas de esa noche de otoño. Vislumbro en las manos del
amante, enloquecido de terror, dos trenzas que de un tijeretazo han
desprendido, empapadas de sangre.
Y siento, de pronto, que odio a Regina, que envidio su dolor, su
trágica aventura y hasta su posible muerte. Me acometen furiosos deseos
de acercarme y sacudirla duramente, preguntándole de qué se queja, ¡ella,
que lo ha tenido todo! Amor, vértigo y abandono.
En el preciso instante en que voy saliendo, una ambulancia entra al
hospital. Me aprieto contra la pared, para dejarla pasar, mientras
algunas voces resuenan bajo la bóveda del portón... "Un muchacho, lo
arrolló un automóvil..."
El hecho de lanzarse bajo las ruedas de un vehículo requiere una
especie de inconsciencia. Cerraré los ojos y trataré de no pensar durante
un segundo.
Dos manos que me parecen brutales me atraen vigorosamente hacia
atrás. Una tromba de viento y de estrépito se escurre delante de mí.
Tambaleo y me apoyo contra el pecho del imprudente que ha creído
salvarme.
Aturdida, levanto la cabeza. Entreveo la cara roja y marchita de un
extraño. Luego me aparto violentamente, porque reconozco a mi marido.
Hace años que lo miraba sin verlo. ¡Qué viejo lo encuentro, de pronto!
¿Es posible que sea yo la compañera de este hombre maduro? Recuerdo, sin
embargo, que éramos de la misma edad cuando nos casamos.
Me asalta la visión de mi cuerpo desnudo y extendido sobre una mesa
en la Morgue. Carnes mustias y pegadas a un estrecho esqueleto, un
vientre sumido entre las caderas... El suicidio de una mujer casi vieja,
¡qué cosa repugnante e inútil! ¿Mi vida no es acaso ya el comienzo de la
muerte? Morir para rehuir; ¿qué nuevas decepciones?, ¿qué nuevos dolores?
Hace algunos años hubiera sido, tal vez,.razonable destruir, en un solo
impulso de rebeldía, todas las fuerzas en mí acumuladas, para no verlas
consumirse, inactivas. Pero un destino implacable me ha robado hasta el
derecho de buscar la muerte; me ha ido acorralando lentamente,
insensiblemente, a una vejez sin fervores, sin recuerdos...; sin pasado.
Daniel me toma del brazo y echa a andar con la mayor naturalidad.
Parece no haber dado ninguna importancia al incidente. Recuerdo la noche
de nuestra boda... A su vez, él finge, ahora, una absoluta ignorancia de
mi dolor. Tal vez sea mejor, pienso, y lo sigo.
Lo sigo para llevar a cabo una infinidad de pequeños menesteres;
para cumplir con una infinidad de frivolidades amenas; para llorar por
costumbre y sonreír por deber. Lo sigo para vivir correctamente, para
morir correctamente, algún día.
Alrededor de nosotros, la niebla presta a las cosas un carácter de
inmovilidad definitiva.