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Pero esa misma plazoleta tampoco la encuentro. Creo haber hecho el
recorrido exacto que emprendí, hace años, y, sin embargo, doy vueltas y vueltas sin resultado alguno. La niebla, con su barrera de humo, prohibe
toda visión directa de los seres y de las cosas, incita a aislarse dentro
de sí mismo. Se me figura estar corriendo por calles vacías.
En medio de tanto silencio mis pasos se me antojan, de pronto, un
ruido insoportable, el único ruido en el mundo, un ruido cuya regularidad
parece consciente y que debe cobrar, en otros planetas, resonancias
misteriosas.
Me dejo caer sobre un banco para que se haga, por fin, el silencio
en el universo y dentro de mí. Ahora, mi cuerpo entero arde como una
brasa.
Detrás de mí, tal un poderoso aliento, una frescura insólita me
penetra la nuca, los hombros. Me vuelvo. Vislumbro árboles en la neblina.
Estoy sentada al borde de una plazoleta cuyo surtidor se ha callado, pero
cuyos verdes senderos respiran una olorosa humedad.
Sin un grito, me pongo de pie y corro. Tomo la primera calle a la
derecha, doblo una esquina y diviso los dos árboles de gruesas ramas
convulsas, la oscura pátina de una alta fachada.
Estoy frente a la casa de mi amante. Las persianas continúan
cerradas. El no llegará sino al anochecer. Pero yo quiero saborear el
placer de saberme ante su casa. Contemplo, gozosa, el jardín abandonado.
Me aprieto a las frías rejas para sentirlas muy sólidas contra mi carne.
¡No fue un sueño, no!
Sacudo la verja y ésta se abre, rechinando. Noto que no la aseguran
ya sus viejas cadenas. Me invade una repentina inquietud. Subo corriendo
la escalinata, me paro frente a la mampara y oprimo un botón oxidado. Un
sonido de timbre lejano responde a mi gesto. Transcurren varios minutos.
Resuelta ya a marcharme, espero un segundo más, no sé por qué. Me acomete
una especie de vértigo. La puerta se ha abierto.
Un criado me invita a pasar, con la mirada. Aturdida, doy un paso
hacia adentro. Me encuentro en un hall donde una inmensa galena de
cristales abre sobre un patio florido. Aunque la luz no es cruda, entorno
los ojos, penosamente deslumbrada. ¿No esperaba acaso sumirme en la
penumbra?
—Avisaré a la señora —insinúa el criado y se aleja.
¿La señora? ¿Qué señora? Paseo una mirada a mi alrededor. ¿Y esta
casa, qué tiene que ver con la de mis sueños? Hay muebles de mal gusto,
telas chillonas, y en un rincón cuelga, de una percha, una jaula con dos canarios. En las paredes, retratos de gente convencional. Ni un solo
retrato en cuya imagen pueda identificar a mi desconocido.
Un gemido lejano desgarra el silencio, un gemido tranquilo, un
gemido prolongado que parece venir del piso superior. Me inunda una
súbita dulzura. Para orientarme, cierro los ojos y, como en aquella
lejana noche de amor, subo, a tientas, una escalera que noto ahora
alfombrada. Ando a lo largo de estrechos corredores, voy hacia el gemido
que me llama siempre. Lo siento cada vez más cerca. Empujo una última
puerta y miro.
¿Dónde la suavidad del gran lecho y la melancolía de las viejas
cretonas? Las paredes están tapizadas de libros y de mapas. Bajo una
lámpara, y parado frente a un atril, hay un niño estudiando violín.
Al pie de la escalera, el criado me espera, respetuoso.
—La señora no está.
—¿Y su marido? —pregunto, de súbito.
Una voz glacial me contesta:
—¿El señor? Falleció hace más de quince años.
—¡Cómo!
—Era ciego. Resbaló en la escalera. Lo encontramos muerto...
Me voy, huyo.

La Última Niebla De Maria Luisa BombalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora