Me miro al espejo atentamente y compruebo angustiada que mis
cabellos han perdido ese leve tinte rojo que les comunicaba un extraño
fulgor, cuando sacudía la cabeza. Mis cabellos se han oscurecido. Van a
oscurecerse cada día más.
Y antes que pierdan su brillo y su violencia, no habrá nadie que
diga que tengo lindo pelo.
La casa resuena y queda vibrando durante un pequeño intervalo del
acorde que dos manos han arrancado al viejo piano del salón. Luego, un
nocturno empieza a desgranarse en un centenar de notas que van doblando y
multiplicándose.
Anudo precipitadamente mis cabellos y vuelo escaleras abajo.
Regina está tocando de memoria. A su juego confuso e incierto,
presta unidad y relieve una especie de pasión desatada, casi impúdica.
Detrás de ella, su marido y el mío fuman sin escucharla.
El piano calla bruscamente. Regina se pone de pie, cruza con
lentitud el salón, se allega a mí casi hasta tocarme. Tengo muy cerca de
mi cara su cara pálida, de una palidez que no es en ella falta de color,
sino intensidad de vida, como si estuviera siempre viviendo una hora de
violencia interior.
Regina vuelve a cruzar el salón para sentarse nuevamente junto al
piano. Al pasar sonríe a su amante, que envuelve en deseo cada uno de sus
pasos.
Parece que me hubieran vertido fuego dentro de las venas. Salgo al
jardín, huyo. Me interno en la bruma y de pronto un rayo de sol se
enciende al través, prestando una dorada claridad de gruta al bosque en
que me encuentro; hurga la tierra, desprende de ella aromas profundos y
mojados.
Me acomete una extraña languidez. Cierro los ojos y me abandono
contra un árbol. ¡Oh, echar los brazos alrededor de un cuerpo ardiente y
rodar con él, enlazada, por una pendiente sin fin...! Me siento
desfallecer y en vano sacudo la cabeza para disipar el sopor que se
apodera de mí.
Entonces me quito las ropas, todas, hasta que mi carne se tiñe del
mismo resplandor que flota entre los árboles. Y así, desnuda y dorada, me
sumerjo en el estanque.
No me sabía tan blanca y tan hermosa. El agua alarga mis formas,
que toman proporciones irreales. Nunca me atreví antes a mirar mis senos;ahora los miro. Pequeños y redondos, parecen diminutas corolas
suspendidas sobre el agua.
Me voy enterrando hasta la rodilla en una espesa arena de
terciopelo. Tibias corrientes me acarician y penetran. Como brazos de
seda, las plantas acuáticas me enlazan el torso con sus largas raíces. Me
besa la nuca y sube hasta mi frente el aliento fresco del agua.A la madrugada, agitaciones en el piso bajo, paseos insólitos
alrededor de mi lecho, provocan desgarrones en mi sueño. Me fatigo
inútilmente, ayudando en pensamiento a Daniel. Junto con él, abro cajones
y busco mil objetos, sin poder nunca hallarlos. Un gran silencio me
despierta, por fin.
Advierto un tremendo desorden en el cuarto y veo una cartuchera
olvidada sobre el velador.
Recuerdo entonces que los hombres debían salir de caza, para no
volver sino al anochecer.
Regina se levanta contrariada. Durante el almuerzo no cesa de
protestar ásperamente contra los caprichos intempestivos de nuestros
maridos. No le contesto, temiendo exasperarla con lo que ella llama mi
candor.
Más tarde me recuesto sobre los peldaños de la escalinata y aguzo
el oído. Hora tras hora espero en vano la detonación lejana que llegue a
quebrar este enervante silencio. Los cazadores parecen haber sido
secuestrados por la bruma...
¡Con qué rapidez la estación va acortando los días! Ya empieza a
incendiarse el poniente. Tras los vidrios de cada ventana parece brillar
una hoguera. Todo lo abrasa una roja llamarada cuyo fulgor no consigue
atenuar la niebla.
Cayó la noche. No croan las ranas y no percibo, tan siquiera, el
gemido tranquilo de algún grillo, perdido en el césped. Detrás de mí, la
casa permanece totalmente oscura.
Angustiada, entro al salón, prendo una lámpara. Ahogo una
exclamación de sorpresa. Regina se ha quedado dormida sobre el diván. La
miro. Sus rasgos parecen alisarse hacia las sienes; el contorno de sus
pómulos se ha suavizado y su piel luce aún más tersa. Me acerco. Ignoraba
que los seres embellecieran cuando reposan extendidos. Regina no parece
ahora una mujer, sino una niña, una niña muy dulce y muy indolente.