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Tumbado en un diván, Daniel bosteza, entre sus perros. Mi suegra
está devanando una nueva madeja de lana gris. No ha venido nadie, no ha
pasado nada. La amargura de la decepción no me dura sino el espacio de un
segundo. Mi amor por "él" es tan grande que está por encima del dolor de
la ausencia. Me basta saber que existe, que siente y recuerda en algún
rincón del mundo...
La hora de comida me parece interminable.
Mi único anhelo es estar sola para poder soñar, soñar a mis anchas.
¡Tengo siempre tanto en qué pensar! Ayer tarde, por ejemplo, dejé en
suspenso una escena de celos entre mi amante y yo.
Detesto que después de cenar me soliciten para la tradicional
partida de naipes. Me gusta sentarme junto al fuego y recogerme para
buscar entre las brasas los ojos claros de mi amante. Bruscamente,
despuntan como dos estrellas y yo permanezco entonces largo rato sumida
en esa luz. Nunca como en esos momentos recuerdo con tanta nitidez la
expresión de su mirada.
Hay días en que me acomete un gran cansancio y, vanamente, remuevo
las cenizas de mi memoria para hacer saltar la chispa que crea la imagen.
Pierdo a mi amante.
Un gran viento me lo devolvió la última vez. Un viento que derrumbó
tres nogales e hizo persignarse a mi suegra, lo indujo a llamar a la
puerta de la casa. Traía los cabellos revueltos y el cuello del gabán muy
subido. Pero yo lo reconocí y me desplomé a sus pies. Entonces él me
cargó en sus brazos y me llevó así, desvanecida, en la tarde de viento...
Desde aquel día no me ha vuelto a dejar.
El pálido otoño parece haber robado al estío esta ardiente mañana
de sol. Busco mi sombrero de paja y no lo hallo. Lo busco primero con
calma, luego, con fiebre... porque tengo miedo de hallarlo. Una gran
esperanza ha nacido en mí. Suspiro, aliviada, ante la inutilidad de mis
esfuerzos. Ya no hay duda posible. Lo olvidé una noche en casa de un
desconocido. Una felicidad tan intensa me invade, que debo apoyar mis dos
manos sobre el corazón para que no se me escape, liviano como un pájaro.
Además de un abrazo, como a todos los amantes, algo nos une para siempre.
Algo material, concreto, indestructible: mi sombrero de paja.

* * *
Estoy ojerosa y, a menudo, la casa, el parque, los bosques,
empiezan a girar vertiginosamente dentro de mi cerebro y ante mis ojos.
Trato de imponerme cierto reposo, pero es sólo caminando que puedo
imprimir un ritmo a mis sueños, abrirlos, hacerlos describir una curva
perfecta. Cuando estoy quieta, todos ellos se quiebran las alas sin
poderlas abrir.
Llega el día de nuestro décimo aniversario matrimonial. La familia
se reúne en nuestra hacienda, salvo Felipe y Regina, cuya actitud es
agriamente censurada.
Como para compensar la indiferencia en medio de la cual se efectuó
hace años nuestro enlace, hay ahora un exceso de abrazos, de regalos y
una gran comida con numerosos brindis.
En la mesa, la mirada displicente de Daniel tropieza con la mía.
Hoy he visto a mi amante. No me canso de pensarlo, de repetirlo en voz
alta. Necesito escribir: hoy lo he visto, hoy lo he visto.
Sucedió este atardecer, cuando yo me bañaba en el estanque.
De costumbre permanezco allí largas horas, el cuerpo y el
pensamiento a la deriva. A menudo no queda de mí, en la superficie, más
que un vago remolino; yo me he hundido en un mundo misterioso donde el
tiempo parece detenerse bruscamente, donde la luz pesa como una sustancia
fosforescente, donde cada uno de mis movimientos adquiere sabias y
felinas lentitudes y yo exploro minuciosamente los repliegues de ese
antro de silencio. Recojo extrañas caracolas, cristales que al traer a
nuestro elemento se convierten en guijarros negruzcos e informes. Remuevo
piedras bajo las cuales duermen o se revuelven miles de criaturas
atolondradas y escurridizas.
Emergía de aquellas luminosas profundidades cuando divisé a lo
lejos, entre la niebla, venir silencioso, como una aparición, un carruaje
todo cerrado. Tambaleando penosamente, los caballos se abrían paso entre
los árboles y la hojarasca sin provocar el menor ruido.
Sobrecogida me agarré a las ramas de un sauce y no reparando en mi
desnudez suspendí medio cuerpo fuera del agua.
El carruaje avanzó lentamente, hasta arrimarse a la orilla opuesta
del estanque. Una vez allí, los caballos agacharon el cuello y bebieron,
sin abrir un solo círculo en la tersa superficie.

La Última Niebla De Maria Luisa BombalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora