Algo muy grande para mí iba a suceder. Mi corazón y mis nervios lo
presentían.
Tras la ventanilla estrecha del carruaje vi, entonces, asomarse e
inclinarse, para mirarme, una cabeza de hombre.
Reconocí inmediatamente los ojos claros, el rostro moreno de mi
amante.
Quise llamarlo, pero mi impulso se quebró en una especie de grito
ronco, indescriptible. No podía llamarlo, no sabía su nombre. El debió
ver la angustia pintada en mi semblante, pues, como para tranquilizarme,
esbozó a mi intención una sonrisa, un leve ademán de la mano. Luego,
reclinándose hacia atrás, desapareció de mi vista.
El carruaje echó a andar nuevamente y sin darme tan siquiera tiempo
para nadar hacia la orilla, se perdió de improviso en el bosque, como si
se lo hubiera tragado la niebla.
Sentí un leve golpe azotarme la cadera. Volví mi cara estupefacta.
La balsa ligera en que el hijo menor del jardinero se desliza sobre el
agua, estaba inmovilizada detrás de mí.
Apretando los brazos contra mi pecho desnudo, le grité, frenética:
—¿Lo viste, Andrés, lo viste?
—Sí, señora, lo vi —asintió tranquilamente el muchacho.
—¿Me sonrió, no es verdad, Andrés, me sonrió?
—Sí, señora. Qué pálida está usted. Salga pronto del agua, no se
vaya a desmayar —dijo, e imprimió vuelo a su embarcación.
Provisto de una red, continuó barriendo las hojas secas que el
otoño recostaba sobre el estanque...
Vivo agobiada por la felicidad.
Ignoro cuáles serán los proyectos de mi amigo, pero estoy segura de
que respira muy cerca de mí.
La aldea, el parque, los bosques, me parecen llenos de su
presencia. Ando por todos lados con la convicción de que él acecha cada
uno de mis pasos.
Grito: "¡Te quiero!" "¡Te deseo!", para que llegue hasta su
escondrijo la voz de mi corazón y de mis sentidos.
Ayer una voz lejana respondió a la mía: "¡Amooor!" Me detuve, pero,
aguzando el oído, percibí un rumor confuso de risas ahogadas. Muerta de
vergüenza caí en cuenta de que los leñadores parodiaban así mi llamado.Sin embargo —es absurdo—, en ese momento, mi amigo me pareció aún
más cerca. Como si aquellos simples hubieran sido, inconscientemente, el
portavoz de su pensamiento.
Dócilmente, sin desesperación, espero siempre su venida. Después de
la cena, bajo al jardín para entreabrir furtivamente una de las persianas
del salón. Noche a noche, si él lo desea, podrá verme sentada junto al
fuego o leyendo bajo la lámpara. Podrá seguir cada uno de mis movimientos
e infiltrarse, a su antojo, en mi intimidad. Yo no tengo secretos para
él...
Por las tardes, salgo a la terraza a la hora en que Andrés surge en
el fondo del parque, de vuelta del trabajo.
Me estremezco al divisarlo con su red al hombro y sus pies
descalzos. Se me figura que va a entregarme algún mensaje importante, al
pasar. Pero, cada vez, se pierde, indiferente, entre los pinos.
Me recuesto entonces sobre los peldaños de la escalinata y me
consuelo, pensando en que la llovizna que me salpica el rostro es la
misma que está aleteando contra el pecho de mi amigo o resbalando por los
cristales de su ventana.
A menudo, cuando todos duermen, me incorporo en el lecho y escucho.
Calla súbitamente el canto de las ranas. Allá muy lejos, del corazón de
la noche, oigo venir unos pasos. Los oigo aproximarse lentamente, los
oigo apretar el musgo, remover las hojas secas, quebrar las ramas que le
entorpecen el camino. Son los pasos de mi amante. Es la hora en que él
viene a mí. Cruje la tranquera. Oigo la cabalgata enloquecida de los
perros y oigo, distintamente, el murmullo que los aquieta.
Reina nuevamente el silencio y no percibo nada más.
Pero tengo la certidumbre de que mi amigo se arrima bajo mi ventana
y permanece allí, velando mi sueño, hasta el amanecer.
Una vez suspiró despacito y yo no corrí a sus brazos porque aún no
me ha llamado.
Ignoro por qué huye sin haberme llamado.