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La noticia llega una madrugada, por intermedio de un telegrama que
mi marido sacude, febril, ante mis ojos. Mientras pugno por rechazar el
aturdimiento de un sueño bruscamente interrumpido, Daniel corre, azorado,
a golpear, sin miramiento, el cuarto de su madre. Transcurridos algunos
segundos comprendo. Regina está en peligro de muerte. Debemos salir sin
tardanza para la ciudad. Me incorporo en el lecho, llena de alegría, de
una alegría casi feroz. Ir a la ciudad, he ahí la solución de todas mis
angustias. Recorrer sus calles, buscar la casa misteriosa, divisar al
desconocido, hablarle y tal vez, tal vez...; pero en aquello soñaré más
tarde. No hay que agotar tanta felicidad de un golpe. Ya tengo suficiente
como para saltar ágilmente del lecho.
Recuerdo que la causa de mi alegría es también una desgracia. Grave
y ausente doy órdenes y arreglo el equipaje.
En el tren pregunto el porqué del estado de Regina. Se me mira con
extrañeza, con indignación: —¿En qué estoy pensando siempre? ¿Aún no me
he impuesto de que lo que agrava la inquietud de todos es, justamente, la
vaguedad de la noticia? Es muy posible que se nos haya informado de esa
manera sólo para no alarmarnos. Podría ser que Regina estuviera ya... A
la verdad, mi distracción raya casi en la locura.
No contesto, y, durante todo el trayecto, contengo, a duras penas,
la sonrisa de esperanza que se obstina en prestar a mi rostro una
animación insólita.
En la sala de la clínica, de pie, taciturnos y con los ojos fijos
en la puerta, Daniel, la madre y yo formamos un grupo siniestro. La
mañana es fría y brumosa. Tenemos los miembros entumecidos y el corazón
apretado de angustia, como entumecido también.
Si no fuera por un olor a éter y a desinfectante, me creería en el
locutorio del convento en que me eduqué. He aquí el mismo impersonal y
odioso moblaje, las mismas ventanas, altas y desnudas, dando sobre el
mismo parque barroso que tanto odié.
La puerta se abre. Es Felipe. No está pálido, ni desgreñado, ni
tiene los párpados hinchados ni las ojeras del que ha llorado. No. Le
pasa algo peor que todo eso. Lleva en la cara una expresión indefinible
que es trágica, pero que no se adivina a qué sentimiento responde. La voz
es fría, opaca:
—Se ha pegado un tiro. Puede que viva. Un gemido, luego una pausa.
La madre se ha arrojado al cuello de su hijo y solloza convulsivamente.
— ¡Pobre, pobre Felipe!
Con gesto de sonámbulo, el hijo la sostiene, sin inmutarse, como si
estuviera compadeciendo a otro... Daniel se oprime la frente.
—La trajeron de casa de su amante —me dice en voz baja.
Lo miro y desdeño en pensamiento sus mezquinas reacciones. Orgullo
herido, sentido del decoro.
Sé que la piedad es el sentimiento adecuado a la situación, pero yo
tampoco la siento. Inquieta, doy un paso hacia la ventana y apoyo la
frente contra los cristales empañados de neblina. Trato de hacer palpitar
mi corazón endurecido.
¡Regina! Semanas de lucha, de gestos desesperados e inútiles,
largas noches durante las cuales el pensamiento se retuerce enloquecido;
evasiones dentro del sueño rescatadas por despertares cruelmente lúcidos,
fueron acorralándola hasta este último gesto.
Regina supo del dolor cuya quemadura no se puede soportar; del
dolor dentro del cual no se aguarda el momento infalible del olvido,
porque, de pronto, no es posible mirarlo frente a frente un día más.

Comprendo, comprendo y, sin embargo, no llego a conmoverme.
¡Egoísta, egoísta!, me digo, pero algo en mí rechaza el improperio. En
realidad, no me siento culpable de no conmoverme. ¿No soy yo, acaso, más
miserable que Regina?
Tras el gesto de Regina hay un sentimiento intenso, toda una vida
de pasión. Tan sólo un recuerdo mantiene mi vida, un recuerdo cuya llama
debo alimentar día a día para que no se apague. Un recuerdo tan vago y
tan lejano, que me parece casi una ficción. La desgracia de Regina: una
llaga consecuencia de un amor, de un verdadero amor, de ese amor hecho de
años, de cartas, de caricias, de rencores, de lágrimas, de engaños. Por
primera vez me digo que soy desdichada, que he sido siempre horrible y
totalmente desdichada.
¿Son míos estos sollozos cortos y monótonos, estos sollozos
ridículos como un hipo, que siembran, de repente, el desconcierto?
Se me acuesta en un sofá. Se me hace beber a sorbos un líquido muy
amargo. Alguien me da golpecitos condescendientes en la espalda, que me
exasperan, mientras un señor de aspecto grave me habla cariñoso y bajo,
como a una enferma.
Pero no lo escucho, y cuando me levanto ya he tomado una
resolución.
La fiebre me abrasa las sienes y me seca la garganta. En medio de
la neblina, que lo inmaterializa todo, el ruido sordo de mis pasos que me
daba primero cierta segundad empieza ahora a molestarme y a angustiarme.
Sufro la impresión de que alguien viene siguiéndome, implacable, con una
orden secreta.
Busco una casa de persianas cerradas, de rejas enmohecidas. ¡Esta
neblina! ¡Si una ráfaga de viento hubiera podido descorrerla, como un
velo, tan sólo esta tarde, ya habría encontrado, tras dos árboles
retorcidos y secos, la fachada que busco desde hace más de dos horas!
Recuerdo que se encuentra en una calle estrecha y en pendiente, entre
cuyas baldosas desparejas crece el musgo. Recuerdo, también, que se halla
muy cerca de la plazoleta donde el desconocido me tomó de la mano...

La Última Niebla De Maria Luisa BombalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora