MI NIÑA PRECIOSA PRISIONERA EN FORT HILL

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C.XI- MI NIÑA PRECIOSA PRISIONERA EN FORT HILL

                                
                                                                        
La vuelta a casa ha sido, digamos, no tan precipitada. Lo hemos tomado con mucha más calma, agradeciéndolo especialmente los caballos, y nuestras posaderas. Finalmente, atardeciendo el segundo día desde la partida, vislumbramos pequeñas columnas de humo blanco surgiendo de multitud de chimeneas –estamos llegando a Boston, y dentro de las casas están ardiendo buenos troncos para calentarlas– y un poco más allá, el puerto. Un extraño puerto sin barco alguno en sus muelles. Solamente un cañonero británico fondea en la ensenada advirtiendo con su presencia de la inutilidad de entrar en él. Pero no solamente eso me resulta extraño: hay algo en todo aquello que me recuerda un ya muy lejano día en el que volviendo a casa de cazar...

"...De vuelta a casa se empiezan a oír lejanos gritos y un fuerte olor a quemado. Quienes no van cargados aligeran el paso y al ver las primeras llamas por entre los árboles, aceleran aún más el paso con el corazón encogido presintiendo lo peor... de entre el fuego, grupos de Casacas Rojas con sus sombreros de tres puntas y sus malditas armas que matan a distancia, se retiran después de haber arrasado el poblado..."
                      
¡Manyira...! Grito con todas mis fuerzas presintiendo que algo espantoso ha sucedido en nuestra ausencia. Volamos más que cabalgamos por la calle Hanover hasta llegar a Wing Lane donde salto de Pegaso y me encuentro con Bernard y Alexis en la puerta –no comprendo qué están haciendo ahí– que me cierran el paso impidiéndome subir.

—Nuestro  tío  nos  ha  advertido  de  vuestra  llegada esta tarde a
MACQWA                                                                                                                 -51-

través del sistema de mensajes de linternas que ideó Paul  –ahora entiendo su presencia– y estamos aquí para informarte...
—Pero, soltadme, ¿por qué me sujetáis? –me huelo lo peor.
—Calma, Macqwa: tu mujer no se encuentra aquí.

Al ver mi expresión,  hasta  el propio Paul acude en su ayuda... inútilmente. Los tres juntos no consiguen impedir que me zafe, subiendo las escaleras hasta nuestro piso y entrando en él llamando a gritos a mi niña. No está. Sé que no es por su voluntad y que los "demonios rojos" han tenido que ver con ello, sin duda alguna. Y la sangre empieza a agolparse en mi cabeza viéndolo de pronto todo de un color rojo carmesí que incluso llega a asustarme a mí mismo. En breve los dos franceses están a mi lado y me dan palmadas de –poco– consuelo mientras me explican lo sucedido.
Al parecer, el mismo día de nuestra marcha, una patrulla se la llevó detenida para interrogarla encontrándose ahora mismo en Fort Hill, lugar de residencia del almirantazgo, donde sin duda permanece en uno de sus sombríos y lóbregos calabozos.

—¿Pero, con que cargos se la han llevado?
Se encogen de hombros negando con la cabeza.
—Y aún suponiendo que sepan que es mi mujer, ¿como van a saber de mi doble vida? A no ser que... –una duda se entromete en mis pensamientos– ...alguien me haya delatado.
Miro fijamente a los franceses y no veo atisbo de traición en sus rostros; evidentemente, de Paul Revere no tengo ni la más mínima duda; el ventero O'Connor no lo haría ni bajo tortura. Entonces, ¿quien ha podido ser el miserable?
—Esperadme en el Dragón Verde. Ahora son... –miro el reloj de cuco situado al lado de la ventana– ...casi las once. Allí estaré en media hora, y ya pueden comenzar a temblar los casacas rojas, porque por cada pelo que hayan tocado de mi Manyira ¡dejaré un cadáver de recuerdo! –me acaba de salir el "mohawk" que llevo dentro,  y en mi interior juro por todos
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Macqwa, un héroe de la independenciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora