A las 19:49 de ese día, Camila Cabello se despidió de varios de sus compañeros en el estacionamiento del hospital, emprendió su camino hacia su auto y presionó el botón del llavero para retirarle el seguro una vez que estuvo junto a la puerta del piloto. La noche tenía poco de haber llegado a la ciudad de San Francisco, el frío dejaba de sentirse tanto como en los meses anteriores, y sus jornadas de trabajo últimamente eran sus normales doce horas diarias. De siete de la mañana a las diecinueve de la tarde. Nada de horas extras, nada de tener que regresar por falta de personal. Sólo su horario normal. Ahora tenía mucho más tiempo para dormir, podía disfrutar de sus horas de sueño y de sus horas libres nuevamente, como solía hacerlo desde siempre, frente a su televisor de cuarenta pulgadas, con un gran tazón de palomitas de maíz con mantequilla extra y un vaso con té helado como única compañía. Sola, en su piso de soltera. En su propio piso de soltera. Suyo, y de nadie más. Dinah se había mudado hacía menos de dos semanas al apartamento de Normani. Luego de tantos años, por fin habían dado el siguiente paso en su relación. Y, aunque al principio no le pareció para nada la idea de que Dinah, su mejor amiga, la abandonara de esa manera tan cruel, tenía que admitir que estaba feliz por ambas. Y estaba feliz por ella misma. Es decir, tenía un piso para ella sola. Un piso de soltera, como había decidido llamarle. Tenía pensado en hacerle varios cambios, como convertir la antigua habitación de Dinah en un pequeño gimnasio, o tal vez en un pequeño bar, llamarlo Cabello's Tavern y hacer reuniones de vez en cuando con sus colegas. Pero esos eran planes a largo plazo, por el momento la habitación continuaba vacía y empolvada. Ni siquiera entraba a ella. Quizá porque conservaba la esperanza de que la morena se arrepintiera por alguna razón y regresara a vivir con ella. Ahora podía hacerse una idea de qué es lo que sentían todos los padres del mundo al ver a sus hijos abandonar su hogar. Por otra parte, el hecho de vivir sola le dejaba varios privilegios y cosas buenas. Por ejemplo, tener más privacidad. Ahora tenía la privacidad suficiente como para poder permitirse tocar fondo de vez en cuando y pasarse sus noches de tristeza llorando por todo el piso sin nadie que le dijera que cerrara la maldita boca. La primer semana fue la difícil. Le había dolido el hecho de haber quitado la fotografía de la ojiverde que colgaba en su pared, hasta el hecho de tener que evitar cualquier canción, película o comida que le hiciera pensar en ella. Había eliminado de su teléfono móvil todos los mensajes de texto que había recibido de su parte (no sin antes volver a leerlos por lo menos treinta veces) y todos los que ella le había enviado. También la había suprimido de su lista de contactos, para evitar llamarle durante algún arranque de locura, aunque se supiera su número de memoria. Durante la segunda semana, en la cual había regresado a trabajar, las cosas se fueron tranquilizando un poco. Seguía echándole de menos, sí. Sobretodo durante las noches, cuando ya no había pacientes por atender y cuando ya nada mantenía su cabeza ocupada, cuando lo único en lo que su mente se empeñaba en pensar era en ella. Había sido todo un dilema poder dormir durante esas noches pero, finalmente, había logrado recuperar el sueño. En la tercer semana ya no había lágrimas, los momentos de melancolía durante sus noches se fueron reduciendo poco a poco, y su nariz había vuelto a la normalidad. Había vuelto a hacer bromas con sus compañeros entre los pasillos del hospital, pero el pesar seguía ahí. El dolor, la tristeza y su corazón roto seguían ahí. La verdad es que las cosas no habían vuelto a la normalidad, en lo absoluto. Y tampoco había indicio alguno de que fuesen a hacerlo pronto. O alguna vez. Se había propuesto estar bien, por lo menos aparentarlo frente a los demás, y le estaba funcionando. De verdad le funcionaba, pero todavía había ratos en el transcurso de sus días en los que volvía a sentirse vacía. La cuarta semana recién terminaba, sus jornadas de trabajo la dejaban agotada al final del día, por lo que la mayoría del tiempo regresaba a su apartamento solamente a dormir. Al siguiente día despertaba a primera hora, y la rutina se repetía: despertar, pasar el día de allá para acá en la sala de emergencias, regresar a su piso de soltera y dormir. Pero esa noche de sábado, mientras conducía de regreso a su apartamento, Lauren Jauregui volvió a sus pensamientos sin razón aparente. Durante un segundo se encontraba pensando en qué ordenaría esa noche para cenar, y al siguiente estaba pensando en ella. Así, sin más. Había pasado un mes desde la última vez que se vieron, y no había vuelto a saber de ella desde entonces. Absolutamente nada. Y estaba muriéndose por dentro. Su corazón se encogía cada vez que se detenía a pensar en ella. Su corazón se encogía y todo su ser se veía invadido por unas desesperantes ganas de ir a buscarla. De buscarle y de decirle lo mucho que le necesitaba a su lado, que no le importaba volver a subir en esa montaña rusa de emociones en la que involucrarse con ella implicaba. Sin siquiera pensarlo, dobló en la primera calle frente a ella y condujo de regreso. Sin saber cómo, en menos de diez minutos su Volvo se veía detenido frente a un bar cerca del centro de la ciudad, con un gran letrero luminoso que ponía La Jungla con luces de neón. No se dio tiempo para comenzar a arrepentirse, simplemente apagó el motor, tomó sus llaves y descendió del coche para dirigirse hacia la entrada.
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"Tu seras mi Perdicion" (Camren)
Romance"Los poetas casi siempre describen el amor como un sentimiento que escapa a nuestro control, que vence a la lógica y al sentido común. En mi caso, fue exactamente así. No esperaba enamorarme de ti y dudo mucho que tú tuvieras previsto enamorarte de...