10 de junio de 2013

20 8 0
                                    

Querido diario:

Estoy orgullosa de mí misma. Hoy es el segundo día que escribo. ¡No lo he dejado! Incluso tenía ganas de llegar a casa y ponerme a escribir. Así que no me voy a enrollar esta vez. Voy a ir al grano que hoy sí que tengo cosas que contar.

Resulta que hoy Juan me ha hablado. No sé cuánto tiempo ha pasado desde la última vez, pero hoy hemos tenido una conversación.

Mentira. Sé perfectamente cuánto tiempo ha pasado y lo que hemos tenido no se puede considerar una conversación.

Veintiún días, cuatro horas y veintiún minutos exactamente. Ese el tiempo que había pasado. Llevábamos veintiún minutos en clase de Historia cuando el profesor leyó nuestros nombres en los papelitos que iba sacando del estuche que utilizaba como urna. Primero dijo el mío, con lo que me dio la oportunidad de pasar unos segundos diciendo mentalmente los nombres que no quería escuchar después. Como si rezara. El problema es que tenía muchos nombres que decir y muy poco tiempo, así que no me dio tiempo a decir el suyo. El silencio de después fue un poco pesado. Igual solo yo sentí la pesadez del momento, porque cuando yo no me daba movido por esa pesadez de la que hablo, Juan se levantó ligero como una pluma y se vino a sentar a mi lado. Sin mirarme. Sin decir nada.

Para ser justos, yo no desvié la mirada del profesor. Así que si me miró o si me dijo algo, me lo perdí. En mi defensa, diré que el profesor seguía haciendo parejas y estaba extremadamente interesada en saber si al final alguien quedaba descartado para poder ofrecerme a cambiarle el sitio y hacer el trabajo individualmente. Soy muy generosa, y tonta también. Sabía perfectamente que éramos pares en clase. Lo dijo el profesor antes de empezar el sorteo. Sin embargo, nunca hay que perder la esperanza.

―Profesor —lo llamé porque yo no pierdo la esperanza ni mi persistencia—, ¿no cree que aprenderíamos más si el grupo fuese más grande? Así podríamos tocar más aspectos de la vida del personaje que nos ha tocado.

—No, Leoncia, me interesa trabajar más personajes y menos salseo. ¿Quién os ha tocado?

—Roosevelt —responde Juan, porque yo no tenía ni idea de que nos diera ya un personaje.

—Interesante. ¿Qué os puede interesar de ese personaje?

—¿Su contribución política en los EE UU? —respondí viendo que esto se encaminaba por un camino que me podría interesar.

—¿Su trayectoria antes de convertirse en presidente? —dice Juan.

—Es una forma de encaminar el trabajo —dice el profesor—. Recordad que no quiero una lectura de la biografía del personaje, quiero que aprendáis de él —dijo dirigiéndose al resto de la clase.

—Pues ale, ya está resuelto.

Y así empezamos a hacer el trabajo. Así que esto no se puede considerar una conversación, ¿no? Es un avance a como estábamos, no lo puedo negar. Además, le tengo que mandar un email con mi parte, así que habrá más contacto en el futuro próximo.

¿Y tú, mi yo del futuro, te acordarás de cómo llegamos a esta situación sin que te lo recuerde? No creo, porque yo tampoco sé exactamente cómo llegamos hasta aquí.

Mentira.

Sí que lo sé, lo dije el primer día, por mi gordura y mi persistencia. Hoy no paro de decir mentiras. Así me va. Como cuando Irene me preguntó si estaba todo bien. Claro que sí. ¿Por qué iba a estar mal?

Mi no tan querido diarioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora