He optado por uno de mis vestidos rojos. Tiene manga larga, escote diamante y me llega por debajo de las rodillas. Creo que es de los menos atrevidos que tengo y me siento mucho mejor con esto que con un aburrido traje de chaqueta y pantalón. No quiero llamar la atención de Morales pero me niego a cambiar mi estilo por él.
También me he recogido el pelo. Me he hecho mi trenza habitual y la he enrollado en un moño que me ha quedado bastante vistoso.
Bajo los escalones del Santceloni con cuidado de no tropezar con mis zapatos nuevos. No me he podido resistir hasta el sábado. Una azafata me pide el abrigo para guardarlo antes de conducirme por entre las mesas. Todavía no hay mucha gente pero no veo a Morales por ninguna parte.
Me quedo blanca en cuanto la azafata abre el privado del restaurante. No sé qué necesidad tiene este hombre de meterme en un privado para lo que vamos a hablar. No vamos a negociar la prima de riesgo del Estado ni nada por el estilo.
La sala es bastante amplia, sobre todo para ser solo dos. Es alargada, interior y de tonos cálidos. La luz tenue de los focos la envuelve en un escenario aún más íntimo de lo que ya es. Nuestra mesa está en el mismo centro y ahí mismo se encuentra él. Hoy lleva un traje gris con una corbata verde que hace que sus ojos brillen aún más. Me lanza una mirada que me estudia desde los pies hasta la cabeza dejándome paralizada. Tengo que dejar de sentirme de esta forma cada vez que lo veo pero se me hace terriblemente difícil.
—¿Quiere que le guarde también el maletín?
Vuelvo mi atención hacia la azafata. Me observa interrogante desde la puerta.
—No —hago un esfuerzo por vocalizar y no trabarme—. No, gracias.
Asiente.
—En breve les traerán la carta —nos dice antes de cerrar la puerta dejándonos solos.
Morales da la vuelta a la mesa y me ofrece la silla sonriente.
Me va a resultar muy complicado librarme de esa sonrisa si tengo que mirarlo a la cara durante toda la comida. Me pregunto si podría encauzar la reunión sin levantar la vista del plato. Es ridículo.
—Por favor.
Esbozo una sonrisa fugaz a modo de agradecimiento y me siento mientras me arrima a la mesa. Dejo mi bolso sobre el respaldo y el maletín del portátil en el suelo. Tengo la impresión de que ni siquiera voy a tener que sacarlo.
Morales se vuelve a sentar cruzando las piernas y recostándose sobre su silla. Se me queda mirando el moño con ojos entrecerrados.
Alucino con lo descarado que es, tiene que saber que sé perfectamente lo que está pensando, es como un libro abierto. Es imposible que no le importe que lo sepa.
Se inclina y abre la boca pero la puerta vuelve a abrirse y entran dos camareros. Menos mal, no quiero hablar de mi pelo, quiero hablar de McNeill.
—Encantado de volver a verte, Morales —saluda uno entregándonos la carta—. Señorita.
—Hola —saludo comedida. No me encuentro bien, quiero salir de aquí y volver a la oficina. Me siento muy incómoda.
El otro camarero nos sirve un aperitivo y llena nuestras copas de agua.
—¿Sabe lo que quiere beber, señorita, o desea ver la carta de vinos?
Deja la carta junto a mi plato. Miro a Morales confundida. Qué raro, estas cosas siempre las dejan en manos de los hombres. Aunque está claro que el camarero ya conoce a mi acompañante y sabrá de sobra lo que va a beber. No se me escapa que este hombre también lo tutea. Se me hace curioso que pida semejante trato en su posición, pero no me molesta, al contrario, me parece humilde por su parte.
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EL VENENO QUE NOS SEPARA
Roman d'amourCarla no lo ha pasado bien, ni por sus anteriores relaciones con los hombres, ni por su trágico pasado adolescente. Fría y distante con todo aquel que se le acerca, es una mujer que no necesita un caballero andante. Esta veinteañera sabe cuidar muy...