xviii. metinides

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manos congeladas,
congelados los ojos
abiertos, me
mueve el estado de alerta
propio de las horas
más oscuras.
los reflejos en la humedad
del suelo multiplican
de cada luz la carga
vibrante:
el verde de las farmacias
y de la ambulancia,
el rojo de los
semáforos y
de la sangre
del chico
que
no se mueve,
no se mueve.
la oreja pegada al asfalto,
la vibración de cada paso
debe sentirse
desesperante,
si tan solo pudiera
sentir algo.
el cráneo pegado
al suelo
como una piedra, el suelo
pegado al cráneo
como un lienzo
donde pintar
una muerte
plana, colores sólidos,
frecuencias que rompen
los tímpanos, estructuras
simétricas.
somos
los vivos los que
somos rebuscados, teatrales;
miren al chico, está quieto,
no va
a escaparse,
una muerte es un trabajo
de laboratorio:
leyes universales y
resultados predecibles.
y yo, que pierdo el tren, y el chico
que está quieto, no va
a ir a ningún lado,
y mis manos,
mis manos envidian
a las de los guantes
de látex, que miden la muerte
con una cinta métrica.

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