IX

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Tres meses después Siera exhalo ante la vista que la ventana del carruaje le ofrecía. El Castillo de los Vientos se elevaba por sobre la capital, y era ahí donde el ahora rey Robert habitaba con la que pronto seria su esposa, Clarisa Langsber. La noticia de la muerte del rey se había extendido por todo el reino. Una enfermedad, eso era lo que la familia real había declarado. No había mención alguna de los sirvientes, o de Aryssa, por lo que Siera asumió que el príncipe, no, el rey Robert no quería que su secreto saliera a la luz.

Por una razón u otra la muerte de Adele Langsber fue anunciada dos semanas después de la del rey, pero para entonces Siera ya había obligado a Adele, de cierta forma, a cumplir con su promesa. Tomando la forma de Adele Siera había asegurado pasaje en un barco que la llevaría a Vheralya, pero antes había una última cosa que Siera debía hacer.

Desde la canasta que los gemelos compartían Anya observaba a Siera con unos ojos enormes y bien abiertos. Ambos bebés habían crecido algo de cabello, café oscuro, igual a su padre. Los ojos de ambos eran grises o azules dependiendo de la luz y Siera apostaría que Dastan sería la viva imagen de su padre. Anya por el otro lado había heredado algo de su madre, un añillo de vino alrededor del iris.

Al llegar a la ciudad Siera le pago al hombre que la había llevado en el carruaje y se dirigió al castillo.

Había sido relativamente sencillo infiltrarse en el castillo, y había sido mientras pasaba por uno de los corredores de servicio que Siera escucho algo que la intrigo, pero que al mismo tiempo le dio un sentimiento de alivio.

Julián había sido mandado a los Jardines del Laberinto, una ciudadela en Tarias donde se estudiaba medicina. Según lo que uno de los sirvientes había escuchado el príncipe se recuperaba, y era posible que regresara en un par de meses.

Siera había cambiado de forma, dejando la apariencia que había llevado durante todo el viaje y adoptando la de una mujer algo mayor. Tres toquidos bastaron para que el rey Robert le indicara que podía pasar. Dentro de la habitación Robert se encontraba sentado tras un escritorio, una pila de papeles se extendía frente a él.

—Disculpe, alteza —dijo Siera.

—Adelante— contesto el rey.

—No sé cómo decirle esto — comenzó a decir Siera, y era cierto. Por días se había preguntado cómo es que cumpliría la promesa que le había hecho a Aryssa en su lecho de muerte.

—Tranquila, no hay nada que temer —dijo Robert poniendo sus manos sobre los hombros de Siera. Inmediatamente su atención se dirigió hacia la canasta que Siera cargaba —, ¿Qué es eso?

Siera soltó un suspiro—. Alguien se acercó a mi hace un rato, alteza. Me entrego esto y dijo que debía entregárselo a usted. No me dio una explicación, o un nombre, y me temo que su rostro estaba cubierto por una capucha.

Los dedos de Robert se cerraron sobre la tela que cubría la canasta, dejando la tela caer cuando vio que el contenido eran dos bebés, ambos tranquilamente dormidos. Robert tomo al canasta, colocándola sobre su amplia cama in despegar su vista de la imagen que los bebés presentaban.

Siera se escabullo por la puerta, cambiando su apariencia y desapareciendo entre la gente. Dirigiéndose a un reino donde su pasado no la buscaría.

Robert volteo para buscar a la mujer, seguramente algo podía inferirse de quien sea que haya entregado a los bebes. Pero no había nadie, la habitación estaba vacía salvo el y los bebes. Unos pequeños sonidos reclamaron su atención y desde la canasta dos pares de ojos grises lo observaban. Robert noto la similitud del color, preguntándose si era posible. Uno de los bebés lo observo detenidamente, y Robert noto la peculiaridad de sus ojos, los irises siendo rodeados por un añillo color vino, el mismo color que Robert había visto antes.

De entre las sabanas un pergamino de papel se asomó, y Robert lo leyó con cuidado. La letra no le era familiar, pero el contenido, eso era otra cosa.

La asesina sin rostroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora