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      Joanna odiaba los lunes. Siempre se quedaba sola y aburrida. Lo peor era que no tenía nada qué hacer, y ningún amigo al que quisiera llamar. Los pocos con los que podría haber hablado se habían mudado después de la graduación. Hasta ella se había ido de casa. Con suerte se los volvería a cruzar alguna vez por ahí. Qué bueno que todavía contaba con Violeta. Habían sido amigas desde que Verónica les había declarado la guerra. Su odio hacia ella las había unido, y ahora eran inseparables. De eso hacía unos cuantos años.

Al menos el día estaba a punto de terminar. Pensó en telefonear a su madre para pasar el rato, pero recordó que no estaba en casa. Había llevado a su abuelo a ver un partido de básquet. Tampoco había nada bueno en la tele, qué horror.

Cenó una comida rápida de microondas y se quedó contemplando, pensativa, las plantas desparramadas a lo largo de toda la sala. Se le ocurrió la idea de llevarlas a la terraza esa misma noche. ¿Para qué esperar? No necesitaba la ayuda de nadie para hacerlo, ya no era una nenita. Podía arreglárselas perfectamente, menos para mover el ficus, que pesaba como una tonelada. De eso podía encargarse Evan.

Le iba a tomar bastante tiempo trasladarlas. Por lo menos, así mataría el tiempo antes de irse a dormir. Quería cansarse lo suficiente como para dormirse rápido.

Lo primero que hizo fue agarrar las llaves y metérselas en el bolsillo del pantalón, por las dudas. No vaya a ser que le pasara lo mismo de aquella mañana. Después, fue sacando de una en una las macetas, y las depositó con cuidado en el ascensor. Oprimió el botón del piso treinta y subió a su lugar favorito de todo el mundo.

La terraza no era especialmente un sitio iluminado, más bien era una zona de luces y sombras. Había solamente dos faroles, porque los demás se habían roto hacía un par de días, y el encargado aún no los había cambiado. Uno estaba situado al lado de la puerta y el otro a tres metros, junto a unos muebles de jardín. El resto, estaba totalmente sumido en la oscuridad. Eso le daba cierto atractivo de escenario teatral.

Tuvo que realizar varios viajes desde el elevador a la terraza, hasta que, por fin, logró trasladar todas las plantas. Nunca en su vida había hecho tanto ejercicio. Estaba agotada, pero feliz. Finalmente la terraza iba a ser el lugar que tanto había soñado. Lo mejor era que nadie subía hasta allí, así que sería todo suyo... y de la señora Fox, por supuesto. Pero más suyo que de nadie.

Había luna llena. El cielo estaba despejado y podían verse millones de relucientes estrellas brillando como gemas en lo alto del cielo. Abajo, la ciudad también resplandecía, con luces de neón. Había mucho movimiento y ruido en la calle, que jamás terminaba. Ahí arriba, por el contrario, todo era tan pacífico que ella pensaba en la posibilidad de quedarse parada eternamente, admirando la hermosa naturaleza que la rodeaba y sintiendo la brisa nocturna que le acariciaba la cara, como la mano helada de un fantasma.

Deseaba que ese momento no terminara nunca. No pudo imaginarse que alguien más estaba allí, admirándola desde las sombras, hasta que sintió un escalofrío en la base de su nuca. Entonces, se dio vuelta y comprendió que no estaba sola.

El corazón le dio un vuelco al ver aquella figura que avanzaba, lentamente, hacia ella. ¿Desde cuándo estaba ahí? ¿De dónde había salido? ¿Había estado allí todo el tiempo? Sus latidos se intensificaron.

Joanna se quedó inmóvil. Se sentía algo nerviosa, pero la curiosidad era más fuerte.

El hombre se detuvo a unos tres metros, distancia suficiente como para que ella lograse verlo con claridad, y que no se sintiera amenazada. Se había colocado de modo tal que la luz le cayera sobre el rostro. El resto de su cuerpo, ininteligible, permanecía aún oculto en la oscuridad. Pero eso no le interesaba a la joven. Se había quedado contemplándolo, absolutamente maravillada.

El ángel de la oscuridadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora