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      Jofiel estaba asustado, confundido. No entendía lo que estaba pasando con él. ¿Por qué le costaba tanto trabajo mantenerse calmado? La presencia de Joanna y Dante no hacían más que aumentar su ansiedad. Sentía celos por ellos, en especial por el demonio. ¿Cómo podía mantener el control de esa manera? No era posible. Siempre gentil y amable. Se mantenía en perfecta calma casi todo el tiempo. En cambio, él se reprimía constantemente, como si estuviera a punto de estallar.

Supuestamente los seres de la oscuridad no debían ser capaces de mantener la compostura, no debían ser tan cordiales, tan respetuosos. Tan buenos. No era normal.

Y él, ¡un ángel! debía ser capaz de manejar sus sentimientos. Un ángel debía sentir amor, compasión, piedad; no celos, envidia o codicia. ¿Qué es lo que había hecho mal? ¿Por qué sentía todas esas cosas? Cuando era un mortal nunca había tenido esa clase de conflictos. Era feliz.

Vivía de y para su música. Su único y verdadero amor.

El verano de 1961 había sido el mejor y el peor de su vida. Se había mudado de la casa de sus padres con la esperanza de ganar un poco de libertad, y se había ido a pasar una temporada a un pequeño pueblo cuyo nombre desconocía, en las afueras de una gran ciudad. Su familia tenía bastante dinero, por lo que no tuvo la necesidad urgente de buscarse un trabajo. Podía mantenerse con sus ahorros, hasta que consiguiera entrar a la orquesta de sus sueños.

No tardó mucho en hacerse amigo de su vecino, un muchacho llamado Benjamin. Era un poco mayor que él y siempre estaba solo. Su actitud captó enseguida la atención del joven.

—¿No tienes amigos? —le preguntó un día.

—Por supuesto que no, pero tengo miles de conocidos —había contestado.

Así era Ben. Todo el mundo lo saludaba por la calle, pero él no había llegado a conocer a nadie realmente. Hasta que llegó Jofiel, que en ese entonces se llamaba Edgar. Edgar Marvin.

Jofiel era su nombre angélico.

Los muchachos sintieron una afinidad inmediata. Solían pasar las tardes jugando al ajedrez y componiendo canciones. Ben con su violín y Ed con su piano. Eran buenos tiempos. Pero, como todo lo bueno, en algún momento tenía que terminarse.

En aquellos días Ben todavía no había conocido a su futura esposa, así que pasaba todo el día en compañía de Edgar. Todos hablaban de los buenos muchachos que eran, porque siempre andaban haciendo alguna obra de caridad. Durante los días festivos a Edgar le gustaba tocar música para los niños huérfanos y había donado gran parte de su dinero al hospital, en vista de que le darían un mejor uso que él. No pensaba en otra cosa, más que en ser útil a la comunidad. Durante toda su corta vida había estado rodeado de comodidades, y le parecía injusto que otros no tuvieran nada. Eso lo motivó a ayudar a las personas. Y Ben lo acompañó.

Trataba de permanecer al margen de la vida en sociedad. Se había vuelto sumamente religioso y en lo único que pensaba era en ganarse el cielo algún día. Nunca pensó que lo haría tan pronto.

—¿Cuáles son tus sueños, Ed? —le preguntó una vez su amigo, mientras pescaban en el río—. A mí, por ejemplo, me gustaría ser el mejor jugador de ajedrez del mundo. Que nadie jamás pueda vencerme.

—Pero si jamás has ganado un solo juego. Eres pésimo, mi amigo —rió.

—No me has contestado aún.

—¿Mis sueños? Pues, me gustaría enamorarme. Mientras tanto, haré lo que estoy haciendo. Música y más música.

—Pero...

El ángel de la oscuridadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora