8. El gimnasta

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Llegado el martes, decidí ir caminando hasta el instituto. Al salir de la habitación y cerrarla con llave, me puse los auriculares y me propuse irme. Iba mirándome los pies cuando choqué contra algún poste, pared o algo. Miré hacia arriba y unos bellísimos ojos azules me observaban a varios centímetros por encima de mí. Ups, me lo había llevado por delante.

—Ouch, lo siento hermano de Adam.

Él se rió un poco en mi rostro y retomó su camino. Recordé que tenía su camisa, y creí que era la oportunidad ideal para devolvérsela. Lo llamé.

—¿Qué? —me dijo secamente.

—Ven, tengo algo que darte.

Se acercó a mí y lo guié hacia mi habitación. Abrí la puerta y entré. Él entró varios instantes después. Revolvía mis cajones cuando vio mis cosas y me preguntó:

—¿Estás viviendo con Connor?

Asentí. Silencio. Lo miré de reojo: sus facciones eran hermosas, la curvatura de sus labios simplemente perfectas.

—¿Desde hace cuánto se conocen?

Lo miré, extraña.

—Desde que nacimos.

Otro silencio.

—¿Y siguen siendo amigos?

Ahh, creía que eramos amigos. Ahora entiendo. Entre risas respondí a su pregunta.

—No somos amigos, cabeza hueca.

Encontré su sudadera. La saqué de mi cajón y se la tendí. La había lavado y le había puesto de mi perfume. Odiaba y odio cuando la ropa tiene feo aroma. Él me miró, intentando descifrarme, o esperando algo.

—Gracias —me limité a decirle—. Perdón por no habértela devuelto antes, es muy cómoda. Y siento lo que pasó entre nosotros la primera vez que nos vimos...—agregué.

West me miró fijamente.

—Pues... —dijo.

—Sí, tranquilo que no volverá a suceder.

Siguió mirándome fijamente.

—No me arrepiento de lo que pasó, después de todo no hay de qué arrepentirse. Lamento si te incomodé, no sabía que Connor y tú... Bueno, que sean felices.

Ahora era mi turno de mirarle fijamente. ¿Y la sudadera? Mucha mirada allá y acá, pero ¿el motivo principal no importaba o qué?

—Oye, la sudadera.

—Quédatela, dije en serio lo de que te queda mejor que a mí.

Sonreí para mis adentros mientras se iba. Miré mi reloj. Diablos, llegaría tarde. Me puse mis Adidas Running y me dispuse a ir corriendo hacia el instituto.

***
Almorcé con Brooklyn y Gavin y me fui a mi casa-habitación caminando. Ese día tenía gimnasia. Me puse mis leggins y mi confiable musculosa rosa. Como no tenía ganas de nada, fui en autobús. Llegué al club a las tres, justo cuando estaba por empezar. Me presenté y entré al gimnasio. La sorpresa que me llevé al ver la poca cantidad de gente que había fue inmensa. Un club tan "prestigioso"... Me esperaba más. Me acerqué a quien parecía la entrenadora y le hablé de mí. Ella me presentó ante todos allí. Otra sorpresa fue el hecho de que sea mixto. Había un grupo de cinco niñas de trece-doce años. También había dos chicos de aproximadamente la misma edad. Fue desmotivante. Comencé con el calentamiento. Correr un poco en el lugar, saltar la cuerda.

—Siento la tardanza —dijo un chico de más o menos mi edad, bastante lindo.

La profesora le indicó con un gesto que se pusiera a entrenar. Entre medialunas y verticales para entrar en ambiente, lo miraba de reojo. Tenía el cabello castaño claro y un cuerpo bien definido, aunque delicado (no agresivo), un cuerpo muy característico de los gimnastas. Me hacía acordar mucho a un chico que entrenaba en mi clase en Alaska, ya que sus horarios escolares no coincidían con los del entrenamiento. Los músculos del chico iban al son de su cuerpo, bailaban con cada movimiento que él realizaba. ¡Que me saquen la baba, por favor! Este hombre era hermoso. Perdí la concentración y caí al suelo. Por vergüenza y frustración, me quedé tirada con los ojos cerrados. Era de esperarse: siempre me caigo por pensar en otras cosas. En ese caso, por pensar en el sensual cuerpo del gimnasta. Abrí los ojos: un montón de miradas estaban sobre mí. La entrenadora me miraba preocupada, y al notar que yo estaba bien, su expresión de alivio fue hasta graciosa. En cambio, el bombón me miraba divertido. Me paré, musité un 《Estoy bien》y volví a mis asuntos.

Claramente no había perdido en este cortísimo plazo vegetal nada de mi flexibilidad (que siempre fue de mis mayores miedos), y ya estaba sintiendo la pasión en mí. Entrenar este magnífico deporte me encanta: cuando estoy estresada me calma, cuando estoy con fiaca me activa, cuando me siento mal me alivia el dolor. Es una disciplina simplemente maravillosa. Tan absorta en mis pensamientos y en mis movimientos estaba, que no noté cuando las criaturitas se fueron. La entrenadora se acercó a mí.

—Tienes tremendo potencial —dijo—, aunque te desconcentres bastante. Hacía tiempo que venía buscando a alguien como tú. Intenta venir en todos los horarios a entrenar, eres especial, muchacha.

La mujer me miró fijamente a los ojos, como escrutando el interior de mi alma. Luego, se alejó un poco de mí y, dándose vuelta (aunque siempre con su mirada fija en mí), señaló al chico.

—Él es Tyson. Él y tú son las únicos adolescentes. Ojalá se lleven bien. Me despido.

Y se fue.

Tyson me miró y sonrió. Yo me debatía en mi interior si hablarle o no: parecía callado y tímido pero, a su vez, un sabelotodo que se hace el superado. Pero qué va, juzgar sin conocer es hablar sin saber. Me acerqué a él.

—Hola, soy Aixa.

Por favor, merecía un Grammy a la mejor presentación. Él agachó la cabeza en un gesto de, supuse, saludo.

—Tyson.

Me quedé en silencio unos segundos, mantener una conversación sería como remar en nieve. Mientras estuve callada y en un momento de reflexión, Tyson me observó de arriba abajo.

—De dónde eres? —me preguntó

Vacilé, vaya Dios a saber por qué.

—Alaska, ¿y tú?

—Con razón el acento. California, soy de aquí. ¿En qué instituto estudias?

Mantuvimos una charla sobre la escuela (él va al colegio Tigre Blanco), me contó un poco sobre el entrenamiento y se ofreció a llevarme algún día a hacer un recorrido por la ciudad. Se hacía de tarde, diferentes deportes pasaron por la cancha, y nosotros seguíamos sentados en las gradas, hablando. Tyson era un chico serio, tranquilo y no contaba mucho sobre él a no ser que yo lo exprimiera. Entrando a la noche, se ofreció a llevarme. Iba a negarme, pero al recordar que había venido en autobús, acepté gustosa.

Subí a su Mustang al asiento del copiloto. Me preguntó hacia dónde iríamos y le señalé el camino hacia el instituto. Llegamos y aparcó.

—Ha sido todo un gusto conocerte, Aixa. Espero verte en el próximo entrenamiento.

—El gusto ha sido mío, Tyson. Nos vemos la próxima.

Guiñándole el ojo, le dejé un papelito con mi número (siempre llevaba uno entre mi celular y la funda, por si acaso). Crucé el campus y entré a mi habitación.

Será cosa de chicos [EN PAUSA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora