20. La embajada de Silver

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¡Era cierto! Dos hombres estaban allí, fuera de la estacada, uno de ellos agitando una bandera blanca, y el otro de pie, junto a él, con tranquilo continente: éste era, nada menos que el mismísimo Silver.

Era todavía bastante temprano, y la mañana era tan fría que jamás sentí otra peor fuera de Inglaterra, pues un cierzo helado penetraba hasta la médula de los huesos. El cielo estaba claro, sin la más pequeña nube, Y las cumbres de los árboles tenían en aquel instante el tinte rosado de la mañana. Pero, en el bajo en que estaban Silver y. su acompañante, todavía quedaba bastante sombra y aparecían como sepultados hasta la rodilla de una bruma baja, que durante la noche habla brotado del pantano. El cierzo frío y el vapor aquel, existiendo al mismo tiempo, daban una idea de la isla, tristísima por cierto. Evidentemente, aquel era un lugar húmedo, pantanoso, ardiente e insalubre por excelencia.

-¡Todo el mundo adentro! -gritó el capitán-; apuesto diez contra uno que esto envuelve alguna mala pasada.

-¿Quién va? ¡Alto ahí, o hacemos fuego!

-¡Bandera de paz! -respondió Silver.

Dicho esto se volvió de nuevo a los rebeldes, gritándoles: -¿Y qué vienen ustedes a buscar aquí con su bandera de parlamento?

A esta interpelación fue el hombre que agitaba el lienzo el que respondió:

-Señor, el capitán Silver desea pasar a tordo para hacer pro. Posiciones.

-¿El capitán Silver? ¡No sé quién es el, no lo conozco! -gritó el capitán Smollet.

Y pude oír que añadía para sí, en voz más baja:

-¿Capitán, eh? ¡Diantre! ¡Vaya si hay ascensos en la carrera!

-Silver respondió entonces por sí.

-Se trata de mí, señor. Esos pobres muchachos me han elegido su capitán después de la deserción de usted.

Recalcó muy bien la palabra deserción y prosiguió:

-Estamos resueltos a someternos si no es posible obtener algún arreglo y nada más. Todo lo que yo pido es que me dé usted su palabra, capitán Smollet, de que me dejará salir sano y salvo fuera de esa estacada y un minuto de plazo para ponerme fuera de tiro antes de que se haya disparado un arma.

-Pues oiga usted esto -replicó el capitán Smollet-: lo que es yo no tengo prisa ni deseos de hablar con usted. Si quiere hablar conmigo, puede entrar aquí, y basta. Yo no tengo que empeñar mi palabra a un hombre de su calaña; si hay en esto alguna traición oculta, será sin duda, del lado de ustedes, y, en tal caso, Dios les ayude.

-Me basta con eso, capitán -contestó John Silver en tono satisfecho- Una palabra de usted es más que suficiente. Yo sé lo que es un caballero; puede usted creerlo.

Entonces pudimos ver al hombre de la bandera tratando de hacer retroceder a Silver. No era esto muy de sorprendernos atendiendo al tono caballeresco de la respuesta del capitán. Pero Silver se le rió en las barbas, y golpeándole sobre el hombro pareció decirle que la idea de todo temor o alarma era perfectamente absurda. Entonces avanzó hacia la estacada, arrojó su muleta al otro lado, y con gran vigor y destreza, logró salvar el cercado, saltando, sano y salvo, el recinto de la empalizada.

Debo confesar que lo que sucedía en aquellos momentos me atraía demasiado para que me fuera dable servir en lo mínimo como centinela. Desde luego había ya desertado de mi tronera de oriente, que fue la que me designó el capitán y me había deslizado detrás de éste, que acababa de sentarse en el umbral del portalón, cruzando estoicamente las piernas, recargando la cabeza sobre una de sus manos y dirigiendo la vista, con la mayor indiferencia, a la fuente, que burbujeaba y salía rumorosa del caldero, para perderse correteando sobre la arena. ¡Pusose además a silbar el sonecillo del Venid, mozos y mozas!

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