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—¡Criada! —Julianne rodó los ojos molesta sin acostumbrarse todavía a ese estúpido mote. A zancadas se dirigió a la habitación de Gerda y llamó a la puerta con los nudillos—, ya tardabas.

—Lo siento si no soy tan rápida como desearías.

Las palabras se le escaparon antes de poder pensar bien en las consecuencias. Gerda pareció ignorar aquello, y con la cabeza le indicó que se sentase en una incómoda silla delante suyo. Julianne tomó asiento y se cruzó de brazos a la espera de una nueva orden.

—¿Cómo se te da eso de leer, criada?

Necesitó hacer un gran esfuerzo para no retorcer el labio con asco ante la palabra criada. Hizo tres respiraciones profundas y contestó con es petulancia típica en ella.

—Probablemente mucho mejor que a la tonta dueña de esta mansión, ya sabes, ella necesita que alguien le lea por las noches como a una niña pequeña a pesar de ser mayorcita.

—Suficiente.

—Nunca será suficiente para lo que me has hecho.

«Encadenarme a ti como un animal a pesar de que yo nunca podré sentir aprecio por una demente como tú» añadió para sus interiores. Aunque pareció que la mujer se dio cuenta de lo que tenía intención de decir, y arqueó las cejas a la espera. Retándola. Por primera vez en toda su estancia allí, Julianne supo morderse la lengua y cerrar la boca.

—¿Qué libro quieres que te lea? —preguntó, a pesar de saber ya el título de este.

Sin decir nada, Gerda le entregó el pequeño ejemplar para bolsillo de: La travesía de las lágrimas.

Julianne se acomodó, tomó una fuerte bocanada de aire y empezó a leer con una voz totalmente distinta, angelical. Era como si de repente se hubiese transportado al cielo y jamás hubiese sido raptada allí.

«—¿Cómo te llamas? —fueron las primeras palabras que recibí por parte del hombre mayor que me guiaba atada por las muñecas. En sus ojos nadaba la impaciencia, al final tras soltar un resoplido mi nombre dejó de tener relevancia.

—Ya hemos llegado.

Ante nosotros había una gran mansión de roca y centenares de ventanas que si querían podían llegar a despachar a todos los candelabros y velas de la casa. Cuando me detuve, el hombre dio un brusco tirón de la cuerda para obligarme a continuar. A regañadientes lo hice, al fin y al cabo no me quedaba otra opción, él tenía mi piel y yo debía cumplir con mi deber.

No tardamos mucho en adentrarnos en la mansión, los sirvientes me miraban de una manera extraña y me hacían sentir tan indefensa como una mariposa ante un hombre con una red. No les di el gozo de poder notarlo, pero creo que de alguna manera podían olerlo.

Llegamos a una especie de salón gigante, donde dos mujeres jugaban a las damas junto a la ventana. Una de ellas soltó tal risotada que se le contagió a la otra, el hombre que tiraba de mí necesitó carraspear tres veces para atraer su atención. Sin embargo, sus ojos no cayeron sobre él, sino en mí.

Tragué saliva con incomodidad y cambié el peso de una pierna a la otra hasta que una de ellas por sin se puso en pie y habló.

—¿Quién es, William?

—Wridget FonMhuir, señora. La encontramos en la orilla, casualmente estaba escondiendo su piel de foca.

Así que ya sabía mi nombre...me pregunté de dónde si no se lo había llegado a decir nunca.

—Oh Dios mío, ¿por qué? —me analizó muy bien con sus ojos negros como el azabache, luego recriminó con la mirada al tal William. —¿Cómo te sentirías tú si por ejemplo un día cogen y te llevan a un hogar totalmente distinto al tuyo para decirte que servirás olvidando quién eras?

De mitos y leyendasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora