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—¡Señor, señor!

Nada sorprendió a Eckler más que la desfachatez de aquel soldado, que había acudido a su habitación en sus horas de descanso y estaba prácticamente gritando para que él saliese cuando se encontraba tan cómodo en su cama con los ojos cerrados descansando la vista después de una extensa y dura semana de sermones, vigías, redadas, y viajes.

Dormir en aquellos instantes era su más ferviente deseo, sin embargo, cuando el soldado volvió a llamarlo se vio obligado a levantarse entre gruñidos y dar pisotones hasta encontrarse en la puerta y abrírsela poniéndose en el medio para indicarle que no tenía el paso abierto y fuese conciso respecto a su explicación.

—El rey quiere hablar con usted—Eckler estuvo a punto de hablar, cuando el soldado prosiguió—, es urgente.

Mahaunty se lo quedó mirando por unos instantes y terminó por asentir dándole a entender al guardia que se podía retirar. Una vez estuvo solo en su habitación, procedió a cambiarse de ropa deslizándose en unos tersos pantalones de cuero pesado, se puso una camiseta blanca que le iba unas cuantas tallas más grande y dejaba la mitad de su pecho al descubierto. Preparó a Cynthia, su espada, y se hizo con unas cuantas dagas arrojadizas que guardó en el cinto.

—Quizá también debería coger unos guanteletes...

Así que eso hizo, eran de cuero y estaban bastante gastados de todas las veces que los había necesitado, pero seguían siendo sus preferidos. Sobre todo por el recuerdo que traían con ellos, un buen recuerdo a decir verdad. La misma mañana que se atrevió a ir al atestado mercado para comprarlos, la vendedora lo mandó a encontrar a sus zorros perdidos, él lo hizo a cambio de esos guanteletes y además, digamos que la mercader le recompensó de otro modo.

Ahora que estaba preparado se marchó. Al contrario de otros soldados, cuando a él se le ofreció vivir en palacio se negó en rotundo, buscó una pequeña casucha en la que poder dormir en una cama y comer en una mesa y se las apañó para no tener plagas de cucarachas debido a la poca atención que le daba a mantener la casa.

—Dillon, Davis ¿tenéis idea de dónde se encuentra el rey?

Los dos soldados, con las lanzas a los costados permitiéndole pasar, lo miraron. Transcurrió un segundo hasta que hablaron.

—Lo encontrarás en el jardín. Unos comerciantes de Glasgow vinieron con presentes.

—¿De Glasgow? He oído que allí se pueden encontrar las mejores armas de toda Escocia.

—Eso es gracias al herrero, Cameron Westlow—comentó Dillon con cierto retintín—, pero estos mercaderes no tenían mucha pinta de...bueno, de saber lo que venden.

—Tampoco parecían de Glasgow.

—¿Entonces? —Eckler se cruzó de brazos e intercaló la mirada entre ambos guardias—, mirad, no tengo tiempo para chácharas, presiento que insinuáis algo y espero que soltéis lengua.

—Creemos que tampoco estaban muy familiarizados con el rey de Glasgow así que...

—¿Qué queréis?

Los dos soldados se miraron entre sí, sonrieron y clavaron su atención en el capitán.

—Todo dato tiene su precio.

—¿Un saco entero de monedas de oro? Venid a por él a mi casa esta noche, tampoco es tanto.

Negaron.

—Sabemos que tú te hablas con el preso 46. Nos han dicho que además de ser amantes, estáis aliados y que él te cuenta cuentos para hacerte perder la cabeza.

De mitos y leyendasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora