YURSUS

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—¿Hola?... ¿Álastor?... —gritó una voz desde la entrada de la casa. Padre e hijo cruzaron sus miradas, sorprendidos, pero no hicieron falta palabras. Álastor deseaba seguir escuchando la historia de su padre, pero la inoportuna interrupción hizo que Khastor le arrebatara de las manos la escama de dragón con un rápido movimiento, para esconderla en su ajado envoltorio.

Álastor dedicó una última mirada de agradecimiento a su padre. Ahora sentía verdadero orgullo por él. En el pueblo lo apodaban el chalado por haber afirmado de joven que había visto dragones, unos seres extraordinarios pero dados por extintos tras luchar contra las hordas de Drockon dos mil años atrás, en las guerras de la Infamia. Aquello le costó tal desprestigio a su reputación que nadie quiso darle trabajo durante largo tiempo. Pese a tener un maestro inmejorable como Suruhl, el hacedor de espadas de reyes, Khastor nunca pudo pasar de ser un herrero más. Y sus trabajos, si bien eran muy apreciados por escasos clientes, se reducían a menudencias como carteles para anunciar la entrada a una taberna, cuchillos, pucheros y utensilios de cocina. Solo en contadas ocasiones, cuando algún noble le hacía un encargo desde lejanas tierras a las que las burlas no habían llegado, podía dar rienda suelta a su talento, haciendo de yelmos, armaduras, escudos y espadas verdaderas obras de arte. Unos trabajos muy bien pagados, que mantenían la economía del hogar y el ego del maestro herrero.

Álastor le sugirió muchas veces trasladarse a otro reino, donde nadie le conociera para empezar de nuevo. De haberlo hecho, tal vez nadarían en la abundancia, trabajando como maestros forjadores para algún rey o noble importante. Pero siempre obtuvo la misma respuesta por parte de su padre: «El pequeño acre de tierra donde está construida esta casa es lo único que ha tenido nuestra familia desde generaciones. Aquí es donde nací y crecí, y mi padre, y mi abuelo antes que yo. No pienso irme de aquí hasta que los dioses me lleven».

Conocer la existencia de la escama lo cambió todo para Álastor. Las burlas y chanzas quedaron reducidas a meras anécdotas sin importancia. Comprendió la actitud silente de su padre. La posesión de tan preciado tesoro, así como el secreto de su existencia, estaban muy por encima de cualquier otra cosa, incluidos sus egos.

—Siento haber esperado tanto tiempo para contarte esto, hijo mío —susurró.

—No te preocupes, padre —respondió con una sonrisa. Lo entendía de veras. Si le hubiera enseñado la escama de niño, habría salido corriendo a la capital para contárselo a todo el mundo. Y lo sabía, pues siempre había sido muy lenguaraz. Como consecuencia, él habría disfrutado de otro sobrenombre similar al de su padre.

—¿Álastor? —repitió la voz, ahora más cercana—. ¡Ah, estás ahí!, ¡buenos días, maese Khastor!

Un joven se asomó al patio tras haber entrado en la casa con total confianza. Era un adolescente de aspecto verdaderamente desastroso, al que Álastor sacaba toda una cabeza. Sus ropas desgastadas le venían tan grandes que le daban un aire cómico, acentuado por su extrema delgadez y su piel macilenta. Su pelo rubio, mugriento y alborotado, caía sobre sus hombros en caóticos mechones alrededor de su rostro desnutrido. Sin embargo, tenía unas proporciones bellas, una sonrisa agradable que aportada luz a su palidez y unos enormes ojos azules que cambiaban de tonalidad según incidía la luz sobre ellos. Álastor abrió los brazos, complacido al ver a su mejor amigo, un amigo al que trataba como un hermano.

Soy Yunque: Las dos lunasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora