LA MUERTE DE UN CABALLERO

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El Justiciorum elevaba sus muros formando un círculo perfecto sobre el resto de las construcciones de Uleh, de manera que desde cualquier punto de la capital se podía observar la indescriptible belleza de su ciclópea estructura, superada en tamaño tan solo por las abismales murallas del Palacio Blanco del rey.

Estatuas de dioses y héroes mitológicos posaban en bélicas posturas a lo largo y ancho de la fachada frente a las columnas y las arcadas, todos ellos mirando en dirección a la puerta de entrada como si de centinelas se tratara, controlando el acceso del público que se agolpaba bajo un sol claro en el cielo raso que imperaba aquella mañana.

Álastor se mantuvo apretujado contra su amigo frente a las puertas, aguantando el empuje de una muchedumbre que se obligaba a penetrar a empellones desde las posiciones más retrasadas. Corrieron por las galerías porticadas de la primera planta, subieron a las escaleras que los llevaban a los vomitorios y llegaron justo a tiempo para tomar asiento entre los pocos espacios que quedaban libres en las gradas. Una vez colocados, se quedaron abrumados ante el espectáculo que se desplegó ante sus ojos.

Si el Justiciorum era bello e imponente por fuera, su interior dejaba al visitante sin aliento. El círculo que formaba la arena estaba rodeado de un alto y grueso muro que unos esclavos estaban untando con brea y grasa para evitar posibles intentos de escape por parte de los reos y para seguridad de los asistentes. Más allá del muro se alzaba un primer anillo de gradas; y, sobre este, sostenido por gruesas columnas, un segundo anillo se desplegaba sobre sus cabezas con un ángulo aún mayor, pensado para que nadie se perdiera detalle del espectáculo. Un conjunto arquitectónico que guardaba una última sorpresa para el asistente: la acústica.

El runrún del público sonaba tan alto y claro como una cascada de aguas rugientes, y Álastor se preguntó cuán ensordecedor sería el ambiente en el interior de aquella caldera gigante en el instante en que todas aquellas gargantas gritaran, embravecidas con las estocadas de los combatientes. Álastor nunca había visitado aquel templo de lucha y muerte debido a su obediencia ciega ante las prohibiciones de su padre. Por ello, no terminaba de entender cómo había levantado precisamente aquel día su veto. Antes de que pudiera sumergirse más en sus pensamientos, sintió cómo Yursus tiraba de su brazo, en el instante en que unas gaitas sonaron para hacer callar a la muchedumbre.

—¡Mira allí, Álastor! —exclamó señalando hacia el lado opuesto del anillo. Las gaitas callaron y una voz tronó alta y fuerte.

—¡Su alteza real y heredero al trono de Nakanya el príncipe Gueord!

Todos los presentes se pusieron en pie, contemplando en silencio a las autoridades tomar asiento en el palco de honor bajo los palios que los cubrían del sol. Se palpaba una tensión especial en el aire. Un murmullo sordo e inagotable recorría el recinto, reverberando por todos los rincones como si el edificio mismo tuviese vida propia. Las gaitas volvieron a sonar y una pesada puerta se desplomó en el muro, dejando al descubierto un oscuro pasillo, y en cuyo umbral aún no pudieron distinguir nada.

Soy Yunque: Las dos lunasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora