CROMMOM

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Los primeros rayos del alba entraron en la alcoba de Alía, bañando los blancos linos que pendían del dosel sobre su lecho. Los livianos tejidos se mecían lentamente con la ligera brisa matutina mientras el vello de su pálida piel se iba erizando poco a poco al notar la caricia cálida del sol. Las eternas pestañas de sus ojos verdes se abrieron, resistiéndose a conectar con la realidad, hasta que, finalmente, con el pecho henchido por la primera respiración profunda de fresco aire matinal, se despertó.

Una vez tomó conciencia, se quedó quieta en su lecho. Sentada, con las piernas dobladas y abrazada a sus rodillas, hundió la cabeza. Había pasado una noche espantosa, soñando con su padre asesinado por aquellos drommwolls salidos de una mente desquiciada, con su reino sumido en el caos bajo una impenetrable tiniebla y con aquel maléfico ser, alto y oscuro, acercándosele con sus huesudas manos extendidas mientras ella permanecía paralizada por una magia arcana que le impedía huir.

Sintió un escalofrío recorrer su cuerpo, pero ella era Alía, la hija del gran Lako de Nakanya, el más noble y valiente de los cinco reyes de los hombres. En aquel momento de zozobra y desaliento recordó, como hacía en cada instante de debilidad, las palabras de su padre, que a fuego se quedaron grabadas desde muy niña en su mente y que, para no olvidar jamás, se tatuó en el antebrazo derecho. Fijó su mirada en él, y leyó:

«No temas que el mal te aceche. Teme no hacer nada cuando llegue».

Rememorar aquel lema grabado en su piel la reconfortó como una oleada de fuego en su alma, y, decidida, se alzó dispuesta a afrontar sus quehaceres. Justo en aquel instante, como en una sincronización perfecta, alguien golpeó con suavidad la puerta.

—¡Alteza!, ¿estáis despierta? —La voz sonó amortiguada desde el otro lado. Alía se acercó y abrió a Nazary, cuya belleza no podía ocultar vestigios de cansancio.

—Traigo vuestras ropas —anunció nerviosa—. Vuestro padre me ha ordenado que no salgáis hoy de vuestros aposentos.

—¿Quedarme aquí encerrada? ¿Por qué? —replicó, indignada.

La doncella se percató del cansancio que amorataba los ojos de la princesa.

—¿Habéis podido dormir? —preguntó mientras cerraba la puerta tras de sí.

—Poco... nada.

—Pues volved a la cama, Alteza. Hoy a mediodía lord Gueinard afrontará otro reto a muerte en el Justiciorum, y vuestro padre no quiere que salgáis de aquí para verlo, tal y como habéis hecho en otra ocasiones —aclaró nerviosa—. No obstante, debo anunciaros otra cosa inquietante. Mientras desayunaba con el resto de la servidumbre antes del alba... —interrumpió su relato y miró hacia la cerrada puerta de la alcoba, temerosa de que alguien pudiera escuchar al otro lado.

—¿Sí? —apremió Alía.

—Bueno, sabéis que las ventanas de la sala donde desayunamos dan al patio sur, donde están los establos y la entrada principal del palacio.

Soy Yunque: Las dos lunasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora