LA AMENAZA DEL IMPERIO

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Está solo, desorientado, y los brazos le pesan como montañas de tanto dar mandobles para poder avanzar un paso entre una espesura que se encierra en torno a él como cabellos enredados. No le gusta tener que asestar tantos tajos, pero tiene que hacerlo para salir del laberinto vegetal en el que se encuentra. Siente el estremecimiento de los árboles y su creciente hostilidad a través de los susurros de las hojas pese a la ausencia de viento o de las raíces que emergen de la tierra para enroscarse en torno a sus pies como serpientes.

Entonces todo se silencia, y el eco de una carcajada tenebrosa sacude la vegetación. Es entonces cuando los ve.

Cientos de cadáveres mutilados lo rodean con sus miembros esparcidos por todas partes, entre la maraña de plantas, colgando de las ramas bajas y de las copas de los árboles, salpicándole con una extraña sangre negra y viscosa que se le pega a la piel. Todos los valientes caballeros que lo han acompañado están desmembrados o convertidos en estatuas de madera, con sus horrorosas muecas dirigidas hacia él suplicando en silencio una ayuda que ya no necesitan.

Un grito agudo y lacerante lo sorprende por detrás, haciéndole caer mareado sobre la masa de carne mutilada y hojarasca. Suelta la espada y se lleva las manos a los oídos en un fútil intento por recuperar la cordura.

—¡Pobre iluso! —se regodea la voz espectral—¿De veras pensabas que esa plantita me iba a derrotar?

Mira confuso entre sus pies, donde ha arrojado la venda impregnada en albydonia que debía haberle ayudado a acabar con el Krakaal. No ha tenido éxito.

Los helechos que lo rodean se agitan y las ramas bajas de los abetos y arces que le impiden moverse saltan por los aires en mil astillas. Algo invisible avanza hacia él, pero antes de poder realizar movimiento alguno, siente un dolorosísimo aguijonazo en la base del cráneo que le deja paralizado y, después, algo sorbiendo su sangre; secando su esencia hasta convertir su carne en madera y su piel en una rugosa corteza. Allí quedaría para siempre, con un último pensamiento castigándole para la eternidad.

«Lo siento, Alía. He fracasado».

Se agita y patalea impotente hasta que su mente se despereza revelándole la verdad. Todo había sido una cruel pesadilla, y se encuentra a sí mismo gritando en la penumbra de su alcoba.

¿Penumbra?

Las velas estaban de nuevo encendidas, las telas del dosel, retiradas, y Yursus no dormitaba a su lado.

—Tranquilo, hermano. No sufras —musitó emergiendo de las sombras a su encuentro—. Has tenido un mal sueño.

—¿Ya te has levantado? —preguntó atolondrado y tembloroso, con el vello aún erizado. Entonces echó un vistazo a su entorno para descubrir con asombro que no estaban solos.

Nazary lo observaba discretamente desde un rincón. Su violento despertar la había asustado, recordándole el peligro real al que se iban a enfrentar, y la angustia se estaba apoderando de ella.

Soy Yunque: Las dos lunasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora