LA NOCHE DEL KRAKAAL

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Mientras caminaban de vuelta a la herrería, Álastor escuchó atónito la confesión sincera de su escuálido amigo, en la que reconocía sentir algo especial por Nazary. Observó al aprendiz de mago con entusiasmo porque algo había cambiado en él. Seguía siendo el joven enteco de apariencia débil y descuidada, pero ahora lucía el porte de un enfermo recuperado de su dolencia. Su mirada irradiaba más vida y energía, y no dejaba de alabar las increíbles cualidades de la doncella, así como de repetir las frases que habían intercambiado en su paseo privado por el palacio.

Mientras lo escuchaba, Álastor creyó sentir lo mismo que Yursus. No lograba quitarse de la cabeza los irresistibles ojos de jade de la princesa ni sus pómulos delicados o sus labios turgentes, que destacaban en su faz marmórea como cerezas. Ambos habían sido bendecidos por los dioses al experimentar por vez primera unos sentimientos que volvían patas arriba su mundo adolescente.

El sol ya lamía las cimas de las montañas cercanas cuando cruzaron el puente del Arroyo Blanco para encarar los últimos pasos hacia el hogar de Khastor. Entonces recordaron las agónicas experiencias vividas la noche anterior, y al contemplar las sombras de los bosques alargándose por el suelo, sintieron que aquello no auguraba nada bueno.

Encontraron a Khastor en el exterior, junto a su hacha clavada en el tocón de la entrada, estudiando con atención sus tierras para atisbar cualquier movimiento extraño entre los bosques que sitiaban su hogar. Ambos salieron a su encuentro y no tardaron en alarmarse ante el rictus del hombretón.

—¿Ocurre algo, padre? —preguntó Álastor siguiendo su mirada.

—No hay vida en el bosque —murmuró.

—¿Qué queréis decir, maese Khastor? —dijo Yursus mirando hacia el hayedo.

—Escuchad. —El herrero se llevó un dedo a los labios para que callaran y se mantuvieran atentos—. No trinan los pájaros y el canto de los grillos debería haber comenzado ya. Ninguna hoja se mueve. No se escuchan las pisadas de los animalillos en la hojarasca ni los saltos de las ardillas por las ramas.

—Tenéis razón, padre —coincidió Álastor—. Hay una calma que hiela la sangre.

—No es calma, hijo. Escucha a la madre tierra. Ahí fuera todo rastro de vida ha abandonado el bosque. Y no me gusta.

Aún estaban asimilando aquellas palabras cuando vieron acercarse una neblina por el claro, que removía las briznas de hierba en todas direcciones y levantaba la hojarasca en pequeños remolinos. La bruma serpenteó en su dirección y, cuando al fin los alcanzó, sintieron un drástico descenso de temperatura y escucharon el eco de una espantosa risa espectral que les erizó el vello del cuerpo.

—¡Todos adentro! ¡Hay que atrancar las puertas! —gritó Khastor, empujando a los chicos hacia el interior.

Álastor ayudó a su padre a coger el pesado travesaño que descansaba junto a la puerta y colocarlo en las guías metálicas para sellarla.

Soy Yunque: Las dos lunasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora