EXTRAÑOS SUCESOS

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Llevaba un rato esperando aburrido frente a la abadía; el sol estaba cayendo con rapidez y había dado ya buena cuenta de las dos manzanas que diestramente había tomado prestadas de un puesto de frutas del atestado mercado. Pero al fin, su semblante se iluminó cuando vio a su amigo salir por los gruesos portones. Entonces se acercó a él con grandes trancos, exultante como un perrillo que ve a su amo tras una larga ausencia.

—¿Qué te ha dicho?, ¿lo tienes?, ¿te lo ha dado?

—Por partes, Yursus. Espera —respondió divertido. Le encantaba ver a su amigo tan excitado—. Está bien. Erymeo me ha pedido que te traslade sus felicitaciones. ¡Tenías que haber visto su cara cuando le dije que podías... —Se interrumpió y miró alrededor con prudencia. Consciente que su conversación no debía ser escuchada por oídos indiscretos, cogió a Yursus del brazo y se alejaron de la abadía y de los puestos del mercado que se arremolinaban junto a ella—... No podía creer que ya pudieras controlar los objetos. Que incluso a mí me hubieras levantado del suelo.

—¡Qué ganas tengo de conocerle! —Sonrió Yursus dirigiendo su mirada hacia los gruesos muros de la abadía—. ¿Y te dio el rollo que pedí?

Álastor abrió con cautela un pliegue de sus ropas para que viera el valioso contenido.

—¡Oh, dioses! Ya estoy deseando ponerle la mano encima y practicar en mi cueva.

—Hablando de tu cueva. Antes pude ver que tenías unos conejos colgados y listos para ser cocinados... y no he probado bocado desde esta mañana. Creo que me he ganado una cena, ¿no crees, hermano?

—Por supuesto que te debo una. Es lo menos que puedo hacer por ti. ¡Vamos! —Yursus comenzó una carrera por los callejones de la ciudad. Consciente de que su mermado físico no aguantaba corriendo más de treinta pasos, Álastor comenzó una persecución al trote sin esfuerzo. En pocos segundos alcanzó a su enclenque compañero cuando se detuvo boqueando entre jadeos.

—¿Preparado para correr de verdad? —lo invitó colocándose a horcajadas frente a él. Yursus se acercó y de un salto se subió a sus espaldas. Como si de un corcel se tratara, Álastor comenzó una carrera por las calles de Uleh con Yursus como jinete, esquivando viandantes, carromatos, bultos y animales. Tras atravesar las termas, el teatro, un par de templos y el barrio de los pudientes, cruzó el gran puente que conectaba la ciudad con el interminable hayedo y continuó por el ancho camino entre las hayas centenarias en dirección sur. Superadas las últimas viviendas, siguió introduciéndose en el bosque hacia el Arroyo Blanco, saltando entre los helechos, sorteando los troncos tupidos de musgos, líquenes y plantas trepadoras o agachándose para evitar las ramas bajas de los árboles. Al alcanzar las pozas remontaron el curso de las cristalinas aguas hasta llegar a la laguna y su cascada.

Por más años que pasaran, a Yursus no terminaba de asombrarle la impresionante capacidad física de su amigo, este era capaz de correr grácil durante largos minutos sin desfallecer como un perro de caza con él a cuestas tal si fuera una ligera bolsa de viaje. Con los ojos cerrados, Yursus echó la cabeza hacia atrás y abrió los brazos para sentir la fresca brisa azotar su cuerpo mientras Álastor lo llevaba en volandas. Le encantaba hacerlo, pues se sentía libre como un pajarillo en vuelo rasante entre la espesura.

Soy Yunque: Las dos lunasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora