LA PRINCESA, LA DONCELLA Y LA GUERRERA

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El sol descansaba tras el horizonte, y los últimos rescoldos de su fuego teñían de naranjas y violetas el cielo antes de dar paso a la noche estrellada. Aquel era el mejor momento del día para Alía, la joven princesa de Nakanya, quien, día tras día a la misma hora, se asomaba al balcón de su alcoba para observar el precioso acontecimiento como si de un ritual se tratara.

—¡Qué hermoso espectáculo de color! No hay otro lugar en el que se pueda contemplar un ocaso tan hermoso como aquí —dijo con la mirada perdida.

—Hermoso, sin duda, hija mía. Pero más hermoso es el efecto que esos colores reflejan en tu dulce rostro —espetó una cavernosa voz tras ella. La princesa dirigió la mirada hacia un rincón en su alcoba envuelto en sombras. Entre ellas surgió la figura de un hombre que avanzó unos pasos para dejarse ver.

—Gracias, padre, por tus palabras pero... —La voz de la infanta se quebró cuando sus ojos se cruzaron con los de su progenitor—. ¿Te ocurre algo?, ¿qué te aflige? —Alía se apartó de la balconada y de sus preciosas vistas para correr junto a su padre al ver en su mirada taciturna una preocupación insondable.

—Oh, Alía, mi dulce niña. No te preocupes. Solo estoy cansado.

Lako se quedó mirando a su hija, y sus ojos reflejaron orgullo, melancolía y preocupación. Cogió entre sus manos el rostro de su niña y siguió mirándola, orgulloso de ella.

A sus diecisiete años se había convertido en la dama más hermosa de todo el reino. Sus cabellos, negros cual insondable abismo, caían sobre sus hombros y por su espalda en ondas como una cascada hasta su cintura. Su oscuro color resaltaba sobre su piel, tan delicada como la seda y pálida como la leche. Sus ojos felinos, enormes y verdes como el jade, eran fuente de perdición en los hombres. Ningún corazón de varón fue capaz de resistir la tentación de no caer enamorado frente a aquella mirada y aquel rostro de proporciones delicadas. Famosa era la princesa Alía de Nakanya en los cinco reinos de los hombres por su extrema belleza y sensualidad. Un sinfín de caballeros y nobles habían visitado casi a diario desde hacía años al rey Lako bajo cualquier pretexto, solicitando audiencia para ver a su diosa de la belleza, si no la conocían, o para pedir su mano cuando ya la habían conocido.

—Habéis cambiado mucho desde lo de Gueinard, padre. No os lo quitáis de la cabeza, ¿verdad? —La pregunta surgió de sus labios con temor. Observó cómo su padre cerraba con fuerza los ojos, intentando no perder la compostura al escuchar aquel nombre, y cómo ladeaba el rostro para evitar mirarla—. Sois el rey, padre —le recordó con voz suplicante mientras tomaba su grueso mentón entre sus delicadas manos, esperando encontrar una grieta en su férrea determinación —. El castigo infligido es suficiente. Podéis indultarlo.

—Eso es imposible, hija mía —replicó, asiendo sus muñecas—. Sabes que su afrenta está penada con la muerte. Y él también lo sabía.

Alía se mordió el labio y bajó la mirada. Pese a que su corazón se aceleraba más de lo que deseaba, tomó aire y decidió anunciarle lo que sabía que no le iba a gustar.

Soy Yunque: Las dos lunasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora