Bermildán era una pequeña aldea al oeste del bosque Blackburn. Rodeada en su mayoría de bellas praderas y fértiles campos. Era antiguamente un lugar bullicioso y zona de paso obligatoria para todos los viajeros; desde allí salían caminos hacia todos los pueblos y asentamientos importantes. En medio de la aldea se hallaba la posada del rey. Famosa en la región por su buena comida, y buen servicio. Allí se alojaban los que estaban de paso. Todos los hombres tenían un buen recibimiento, no importaba que fueran de naturaleza mágica o no. Convivían en armonía, lugareños y forasteros. Incluso más de un viajero de otra especie se sorprendía asentándose en aquel lugar.
Se decía de Bermildán que; “Aquel que no tenga ni familia ni hogar. Un techo bajo el que cobijarse ni amigos con los que charlar. Encontraría en los aldeanos de Bermildán una familia a la que amar. Una casa en la que poderse resguardar. Y buenos amigos con los que tomar”
Pero ya hacía mucho tiempo de aquello. Ahora los habitantes eran todos Witma, personas comunes sin una pizca de magia en sus venas. Eran gente temerosa de los extranjeros, de todo lo desconocido. Después de que empezara la cacería, pocos eran los valientes que se atrevían a ofrecer cobijo a cualquier especie, que no fuera la suya. Con el paso del tiempo la aldea había perdido su color y alegría, los pocos viajeros que cruzaban por sus calles eran recibidos con miedo y tratados con malas maneras. Vivian con el miedo de que los cazadores oscuros tomaran represalias contra ellos pero no solo los temían a estos; en muchas poblaciones creció la desconfianza hacia el pueblo gitano. Los que nunca llegaron a conocerlos bien, eran de la opinión de que si se les perseguía de ese modo tan drástico, era porque ellos se lo habían buscado.
Era una fría y ventosa noche, las calles estaban desiertas. La cantina hacia horas que había cerrado sus puertas; en toda la tarde no entro ni un cliente, todos en la aldea se refugiaban en sus casas e intentaban conciliar el sueño como podían.
Mientras que en otro lugar muy lejos de allí, llegaba al mundo la niña de la profecía. La aldea estaba siendo rodeada por un grupo de cazadores oscuros. La tarea que se les había otorgado no era otra que buscar y matar a aquella niña. Puesto que no sabían a ciencia cierta si tendría que ser gitana o no, pues ese dato nunca fue claramente especificado; e ignoraban cuales podían ser esas marcas de las que hablaba la profecía. Los hombres de Owin se habían replegado por todas las regiones para matar a todas las niñas que nacieran esa noche.
Aunque nunca hubieran visto al señor oscuro en persona, los cazadores acataban sus órdenes sin oponerse. No solo porque disfrutaran con la desesperación de los débiles; con la sangre, la mutilación y la muerte, más que con el hecho de tomar a una mujer. Ni por que estuvieran de acuerdo en que debían librar al mundo de las abominaciones a las que daban caza. A pesar de ser fieles seguidores temían a su señor. Se decía que aun sin haber fornicado con la gitana, su sangre y la de su linaje eran poderosas, se decía que eran poseedores de una magia tenebrosa. Era sabido que el cargo de señor oscuro solo podían ostentarlo los descendientes del despiadado hombre, era por eso que el cargo había pasado de padre a hijo desde los tiempos de Owin. No todos los que compartían su visión eran descendientes de Owin. Los que no lo eran temían que lo que se decía de su linaje fuera cierto y eso era lo verdaderamente los hacia dóciles ante su señor.
Un reducido grupo de estos hombres se internaba en las calles desiertas de Bermildán, mirando a uno y otro lado. Buscaban indicios de que esa noche hubiera nacido algún bebe, discutían sobre cuál sería la mejor manera de llevar acabo su cometido lo más rápido posible. Eran tres hombres, cada más distinto al otro; el primero era bajo y corpulento, el segundo flacucho y feo, y el tercero alto y fornido. Lo único que tenían en común eran sus vestiduras negras, el pelo negro grasiento y una mirada homicida.
— ¿Cómo haremos para saber si hay niñas nacidas esta noche?—pregunto uno de ellos.
—Podríamos entrar a la fuerza en las casas. Al vernos nos dirán si ha habido algún nacimiento y para asegurarnos de que no nos mienten, podemos atravesar a alguno como advertencia— comento otro entre risas.
— ¡Eso sería una gran idea! Pero nos llevaría mucho tiempo y podría escapar alguno—refuto el primero.
—Lo mejor sería prender fuego a la aldea y acabar con todos ellos. Recién nacidos o no, morirán carbonizados y nos quitaremos el problema de encima rápidamente—sentencio el tercero.
—De esa manera no nos aseguramos de que mueran todos, y si resulta que la niña está aquí y sobrevive. Estaremos en graves problemas—dijo de nuevo el primero.
— ¿Entonces que propones?— pregunto el tercero, evidentemente enfadado.
—Tranquilo amigo, no he dicho que tu idea fuera mala. Creo que lo mejor será incendiar los alrededores de la aldea, dejando una única salida. Los que no mueran calcinados o asfixiados, correrán atemorizados, al ver que tienen una vía de escape, no dejaran a sus hijos ni a ningún familiar atrás. Estaremos al otro lado y lo único que tendremos que hacer será esperar pacientemente a que vengan a nosotros. Estoy seguro de que así no se nos escapara ninguno—resolvió el primero, seguro de que era un buen plan.
Los otros dos estuvieron de acuerdo con el plan. Sigilosamente se dispusieron a hacer partícipes a sus compañeros. Una vez todos estuvieron al tanto se dividieron con antorchas para reducir a cenizas la aldea de Bermildán. Empezaron quemando los campos y las casas más alejadas, hasta que el fuego se expandió y pronto un gran anillo de llamas rodeaba la aldea, excepto en un punto. A los pocos minutos oyeron el repique de una campana y a los hombres gritando.
—DESPERTAD, DESPERTAD, LA ALDEA SE QUEMA, FUEGO, FUEGO, CORRED TODOS, SALID DE VUESTRAS CASAS.
Enseguida la tierra empezó a temblar, los aldeanos salían en tropel de sus casas. Intentando hallar una salida de aquel infierno. El hombre de la campana les iba gritando instrucciones.
—CORRED HACIA LA ENTRADA PRINCIPAL DE LA ALDEA, ES LA UNICA SALIDA, CORRED, NO SE PUEDE SALVAR LA ALDEA, CORRED.
Mientras los aldeanos se dirigían a lo que creían que sería su salvación. Los cazadores se fueron agrupando en torno a la única salida. No dejaban un hueco entre uno y otro. En breve aquellos que hubieran sobrevivido al fuego se darían de bruces con un muro humano, que prometía la muerte y sangre.
Los cazadores se relamían de gusto al oír a sus inminentes presas gritar y sollozar. Poseían una infinidad de armas; ballestas, dagas, cuchillos, espadas cortas. Pero sus preferidas eran las que ellos llamaban destructoras. Espadas de hierro; mortalmente afiladas con una parte cerrada que al ser incrustada en el cuerpo abría un gran orificio, y al ser sacada desgarraba piel, musculo, órganos e incluso huesos. Ningún hombre que fuera alcanzado por las destructoras sobrevivía para contarlo.
No quedo superviviente alguno, y de la aldea que antaño fuera visitada por toda clase de gentes de la tierra de Adorhing. Ahora solo quedaba humo y cenizas.
Rápidamente se extendió el rumor de la carnicería que los cazadores habían organizado aquella noche en todas las regiones de la tierra conocida.
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Clanes
FantasíaCuenta una leyenda que cuando los clanes gitanos estén al borde de la extinción, llegara a ellos una niña tres veces bendecida por las estrellas. Su nombre es Rowen y con ella llegara la esperanza de un nuevo mundo. En su camino encontrara amigos q...