Roger se adaptó con rapidez a la vida de la comunidad, ayudaba en cada tarea que veía y se ganó las simpatías de toda la tribu. No resultaba muy difícil tratar con los Sapiens, le caían bien, eran cándidos, amables y siempre dispuestos a ayudar. Aunque también eran extremadamente ignorantes, todos excepto el chamán y su ayudante, ambos daban muestras de saber mucho más de lo que aparentaban. En sí, los Sapiens, no distaban mucho de las mentes virtuales, como la de Roger, al menos en cuanto a desarrollo de la personalidad se refiere. Quizás, el atributo más característico de los humanos biológicos fuese su pensamiento mágico, la superstición formaba parte del día a día. Incluso la misma acción de encender un fuego poseía un componente mágico, algunos hablaban sobre los espíritus de la tierra y las plantas, otros sobre la Luz de Dios materializada en el mundo.
Roger investigó un poco sobre sus costumbres, mitos y cultura, descubrió que su sistema de creencias se basaba en las antiguas religiones abrahámicas, específicamente en el cristianismo, aunque con cambios muy interesantes, como la creencia en una Tierra plana de unos 7000 años de antigüedad. Por supuesto, ninguno de ellos era culpable de su propia ignorancia, las circunstancias en las que habían nacido y crecido, así como su propia genética, determinaban inexorablemente sus vidas. Sin embargo, el chamán y Yowatan estaban cortados por otro patrón, ambos hablaban místicamente, igual que sus congéneres, pero sus expresiones y lenguaje corporal los delataban. A un humano podían engañarlo, pero a una máquina no. Podría considerarlos responsables de la incultura de aquella buena gente. Roger no los juzgaba, simplemente observaba, existía una razón para ese statu quo y le interesaba conocerla.
La Gran Mente Unificada consideraba la decisión individual de Roger una buena iniciativa. Tenía permitido intervenir en el día a día de los Sapiens, pero sin desvelar su identidad ni sobrepasando lo que se podía considerar humanamente aceptable, es decir, debía mimetizarlos, no superarlos. No obstante tenía que asegurar la supervivencia del grupo cuando las circunstancias así lo requiriesen.
Debido a sus excepcionales habilidades, todo el clan quería contar con Roger, o Mákuna, para realizar lo que tuvieran entre manos. Siempre le pedían cargar más peso, arreglar tiendas con aguja e hilo, labor que no conocía hasta que llegó y que ahora desempeñaba con total maestría, contarles una historia de tiempos remotos, ayudar al chamán con las heridas y las enfermedades. Todo lo que alguien podía hacer en la tribu él lo hacía, no podía evitarlo, todo el mundo estaba deseando enseñarle cosas nuevas para que las aprendiera. Supuso que así funcionaba la educación dentro de ese grupo, todos se preocupaban de darle a los más pequeños algo que hacer y que mejorar. Y por eso hacían lo mismo con él, el extraño, con el que quedaban fascinados al poder aprender cualquier cosa. No resultaba tan fácil frenar las propias habilidades, no existía ningún mecanismo de control en los robots humanoides y tampoco podía contar con La Simulación para que procesara sus datos a través de un cerebro humano virtual, eso probablemente lo hubiera limitado demasiado. Roger se auto imponía unas menores habilidades manuales y cognitivas conscientemente, lo cual resultó más difícil que curar todas las enfermedades de su nueva familia.
Las marismas y sabanas terminaron, la planicie de hierba se convirtió en un páramo desértico. Ni montañas, ni árboles, ni animales, ni una miserablemente piedra que hiciese sombra, nada. Tan solo ruinas pulverizadas y erosionadas de vez en cuando, vestigios de otrora una gran civilización, una que dominó el mundo, una civilización que cambió la misma Tierra, sus ecosistemas y su clima, la civilización que llegó a Marte y a las lunas jovianas. La civilización de la que Roger y los suyos, y hasta los mismos Sapiens de su tribu, eran descendientes. Ya solo había cenizas, las grandes torres de Dubái, el área metropolitana de Nueva York, la maraña del metro londinense, los campos Elíseos, la puerta de Brandeburgo, los palacios europeos y asiáticos, la costa este de China, nada de eso había resistido el paso del inclemente tiempo, ya solo quedaban diez superordenadores interconectados, repartidos por el planeta, miles de fábricas y laboratorios y un ejército de billones de robots. Todos los demás rastros que dejaron los Sapiens durante su edad de oro se desvanecían paulatinamente, ante la aquiescencia de las mentes robóticas, que descartaban cualquier tipo de afecto por el patrimonio material de sus predecesores y por el suyo propio. No tenía sentido mantener algo tan frágil y efímero, no quedaba ya nadie a quien le importase.
En ocasiones, Roger se sentía tentado a investigar el disco duro que con tanto celo guardaban Akileyua y Yowatan. Entre otras cosas, se preguntaba si sabrían lo extensa y árida que era Mesoamérica. Incluso el antiguo Río Grande se había secado y solo llevaba caudal durante las trombas de agua del desierto, cuando se llenaba de barro licuado y arrastraba todo hasta el mar.
Tras casi un mes cruzando el desierto, con el mar a la izquierda, el chamán se percató de que las reservas de agua no aguantarían hasta encontrar otra fuente potable. Akileyua pasó varias noches en vela, cavilando cómo sobrevivir hasta llegar a las selvas y sus lagos. Hasta que finalmente se decidió a pedirle ayuda a Mákuna.
-Querido Mákuna -interrumpió el chamán, Roger estaba fabricando flechas para los cazadores cerca de la orilla del mar, oliendo a sal y a libertad-, desde que llegaste a nosotros como refugiado, no has parado de prestar un servicio invaluable a nuestra gente, todos te lo agradecemos y te llevamos en nuestros corazones. Sin embargo, se aproxima un momento crucial en nuestra supervivencia. Estamos demasiado lejos para volver, pero no nos queda agua para continuar más de una semana -el semblante afable de Akileyua se tornó gris de repente-. Tanto tú como yo sabemos que no eres como los demás. Y me gustaría preguntarte si serías capaz de preparar el agua del mar para hacerla potable.
Akileyua se marchó de golpe, igual que vino. Por primera vez en mucho tiempo Roger se sintió confuso. ¿El chamán sabía que él era una máquina? Y de ser así, ¿cómo? Y si no, ¿por qué se le había acercado así, tan misterioso, pidiendo que desalinizara el agua? Una tecnología que solo las máquinas tenían disponible. Sea como fuere, el chamán tenía razón, la tribu no sobreviviría al desierto si él no hacía algo.
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Los últimos ojos vivos
Fiksi IlmiahEl futuro resultó demasiado brillante para los humanos, sus imperfecciones eran demasiado evidentes y las máquinas absorbieron su proyecto.