Las marismas del Mih'ispi no solo proveían de abundante pesca a la tribu, sino que también eran una fuente incesante de parásitos y depredadores. Dos jóvenes perdieron la vida en las orillas del río, devorados por caimanes hambrientos. Un anciano y dos niños sufrieron una extraña fiebre al recibir la picadura de unos insectos, el anciano murió a los dos días y el más pequeño a los cuatro, no existía ningún remedio, solo la fortuna podía decidir el destino.
Los víveres abundaban tanto como el peligro, en los cientos de millas que recorrieron habían tenido que racionar los alimentos, pero nunca sufrieron baja alguna, sin embargo, en ese vergel pantanoso habían encontrado vida y muerte a partes iguales.
-Estos pantanos serán nuestra tumba, Hosanna -dijo Yowatan con la preocupación marcada en cada facción de su rostro-. Tenemos que salir de aquí cuanto antes.
-Hay un problema, Yowatan, este es el único lugar en el que podremos reaprovisionarnos antes de cruzar el desierto. No solo necesitamos comida, hay que hervir agua y almacenarla, de lo contrario se estropeará en seguida. Aún no hemos salido de Am'rika septentrional, recuerda.
-¿Y cuánto más deberemos quedarnos? Al ritmo que vamos, moriremos todos en menos de un mes. ¡La gente enferma y no sabemos cómo curarlos, Hosanna! No hay información en el ordenador y todas las demás tribus han desaparecido, ya no existe la Intranet...
-Debemos tener fe, querido amigo -Akileyua puso la mano en el hombro de su aprendiz, este vaciló levemente.
-¿Fe? ¿Cómo se puede tener fe después de todo lo que me has enseñado, Hosanna? Todo eso de la evolución, el espacio, los planetas...
-Eso, Yowatan, es la obra de Dios. Mucho más compleja de lo que parece a simple vista... y mucho más peligrosa de lo que cabría imaginar. El Señor tiene un Plan Maestro, y todo lo que sucede tiene un por qué. Los senderos del Señor son inescrutables.
El jefe de los exploradores, Donul, irrumpió en la tienda del chamán, se le notaba visiblemente alterado.
-Hosanna, Yowatan -dijo girando brevemente la cabeza en dirección al aprendiz-, mientras buscábamos caza entre la arbolada nos topamos con un hombre, dice llamarse Mákuna. Parece encontrarse en buen estado, aunque sus ropas estaban raídas y harapientas. Solicita un encuentro con el guía de la tribu.
Akileyua salió vigorosamente de la tienda, su portentosa presencia arrastró consigo a sus dos compañeros. En el exterior se encontraba un muchacho sano y atlético vestido con ropas nuevas. El chamán se sorprendió al ver su cabello cobrizo, no era habitual encontrar ese color.
-Saludos, señor, mi nombre es Mákuna -dijo el desconocido, su acento vibraba sobremanera en los oídos de la tribu de Akileyua. Al igual que su pelo, su manera de hablar resultaba una rareza-, mi tribu pertenecía a estos humedales hasta que los hombres máquina se llevaron a la mayoría, hace ya dos lunas. Yo soy el último superviviente de los que no aceptaron el sucio trato.
-Te encuentras entre hermanos pues, Mákuna, nosotros tampoco aceptamos el trato y ahora viajamos hacia el suroeste -Akileyua pronunció las palabras con orgullo, un ermitaño salvado antes de emprender la gran marcha era un buen augurio.
La incorporación de Mákuna a la tribu no pudo ser más útil, no era de extrañar que hubiese sobrevivido tanto tiempo. Sabía tratar las picaduras de los insectos malignos con un ungüento, preparar medicinas para las fiebres y heridas profundas, sabía pescar y cazar, no conocía el miedo, sabía construir y conocía el terreno mejor que algunos la palma de su propia mano, nunca se cansaba y por las noches era el primero en encender el fuego. Lo único que Mákuna no sabía hacer cuando llegó era contar historias, aunque en pocos días empezó a hablar con más soltura y a contar cuentos extraños sobre lugares remotos más allá del mar, cuentos de épocas pasadas, ya borradas de la memoria de los hombres.
Los días pasaron, el pescado y la carne estaban ahumados y el agua embotellada, no había razón para quedarse allí más tiempo. Mákuna los enseñó a construir embarcaciones para cruzar el gran río, detalle con el que Akileyua no había contado. De no haber sido por el ermitaño habrían perdido víveres, el ordenador y los equipos electrónicos y un buen puñado de personas, incluyendo, probablemente, al mismo Akileyua. El chamán estaba en buena forma física para alguien de su edad, pero el ancho Mih'ispi podía llevarse un alma en menos de un suspiro.
Delante de ellos las tierras bajas aumentaban en altitud, las marismas cenagosas, repletas de peligros, quedaban atrás como un escabroso recuerdo. Allí, en poniente, aguardaba el severo desierto, la frontera de Am'rika septentrional, el umbral hacia la libertad y también hacia la muerte.
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Los últimos ojos vivos
Fiksi IlmiahEl futuro resultó demasiado brillante para los humanos, sus imperfecciones eran demasiado evidentes y las máquinas absorbieron su proyecto.