La Tierra Prometida

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Las llanuras áridas se convertían en reducidas sabanas, a un lado ahogadas por las arenas y al otro por la espesa selva, llena de árboles altos como montañas. La luz no podía penetrar más allá de las primeras líneas de maleza. Según Akileyua ese era uno de esos lugares donde abunda la vida y la muerte. El desierto no era hogar de grandes depredadores, la aridez y la falta de víveres habían sido sus mayores enemigos. Enfrentarse a la muerte cara a cara no asusta tanto como enfrentarse a la vida.

-Esta es la última prueba, queridos hermanos -la voz del chamán se quebró un poco, la marcha por el desierto había agotado sus fuerzas y se le notaba claramente deteriorado. La gente de su tribu nunca había conocido al joven Akileyua, no quedaba nadie con quien hubiera compartido su juventud. Pese a todo, siempre había mantenido un porte recio y la energía de un cazador. Hasta ahora-. Tras la espesa jungla, si continuamos con el mar a nuestra izquierda, llegaremos a la Tierra Prometida, el paraíso eterno, donde prosperaremos como nunca lo hemos hecho, donde estaremos a salvo de la mirada de las máquinas.

Yowatan buscó la mirada de Mákuna, lo hacía cada vez que hablaba su maestro, queriendo corroborar lo que decía, aunque nunca obtenía la información que quería. Sabía que en realidad era el hombre máquina quien los guiaba, hacía meses que el ordenador del chamán estaba guardado herméticamente, no tenían mapas para orientarse.

Pronto llegaron las enfermedades, algunas de ellas se habían empezado a manifestar en medio del desierto. Al menos veinte personas sufrían erupciones sangrantes, hemorragias en las encías y una incipiente calvicie. Otros sufrían fiebres y delirios tras la picadura de un insecto. Otros, simplemente, morían por el camino.

-No puedo curarlos a todos, Akileyua, vuestros cuerpos se deterioran -Roger se dirigió al chamán aparentando preocupación-. Necesitamos encontrar frutas comestibles para tratar la enfermedad sangrante, es la única forma. Si no lo solucionamos, las otras enfermedades consumirán lo que quede de tu pueblo. Lleváis mucho tiempo comiendo únicamente carne y pescado secos, necesitáis vegetales.

El chamán nunca dirigía más de tres palabras seguidas a Roger, pero tomaba muy en serio cada consejo y dato que le daba. Así pues, los recolectores se unieron a los cazadores de Donul, en busca de cualquier tipo de fruto que creciera en la jungla. Muchos de ellos resultaban ser venenosos e intoxicaron a algunos recolectores. Afortunadamente sus cuerpos resistían bien el veneno, un recolector acostumbra a su organismo desde bien pequeño a tolerar pequeñas dosis de toxinas. Durante la misión, los cazadores capturaron vivos a unos graciosos animales, parecían humanos en miniatura. Jugaban, peleaban, robaban y chillaban. "Simios" era la palabra que Akileyua usaba para denominarlos. Aparte de los perros, la tribu no poseía más animales, y les parecía divertido mantenerlos con ellos. Los simios también parecían llevarse bien con los humanos. Su naturaleza curiosa y juguetona, unido al hecho de que les regalaban comida, los hizo acompañar a los humanos por la selva.

La salud del grupo mejoró notablemente, las fiebres eran ahora más fáciles de tratar y la enfermedad sangrante había desaparecido. Los tres simios de la tribu: Yuko, Kwila y Baumo, buscaban fruta y llevaban piezas que devoraban delante de todos. Habían establecido una relación de beneficio mutuo. Ahora los recolectores podían encontrar fruta fácilmente y los cazadores rastrear presas herbívoras con mucha más eficacia.

Las noches calurosas, húmedas y repletas de sonidos conseguían desquiciar a la mayoría. Dormir bien era un privilegio, todo a su alrededor estaba empapado, pegajoso o sudado. Uno nunca sabía cuando un ruido podía venir de un depredador, varios vigilantes habían desaparecido durante la noche. En alguna ocasión, la bestia se había acercado tanto que todos pudieron escuchar los gritos de agonía y el crujir de huesos de su congénere.

Todos estaban aterrados, día y noche. Por el día, temían a la noche, y por la noche temían no volver a ver el sol. Para más inri las lluvias torrenciales llegaron, calando más aún al empapado grupo. La humedad del aire produjo varias asfixias durante las marchas diurnas, no eran mortales, pero podían llegar a serlo y además frenaban al resto.

-Éramos trescientos antes de marcharnos de Okhai-o, ahora apenas llegamos a doscientos -Akileyua se detuvo para toser, girando un poco la cabeza-. A este ritmo no sé qué porvenir le depara a nuestro pueblo.

-Este lugar es una trampa, Hosanna -dijo Yowatan limpiándose el sudor-. Hace semanas que no vemos el sol, no sabemos dónde estamos, nuestra gente enferma. Debemos ser más fuertes que nunca.

-Ah, Yowatan, queridísimo amigo, me temo que tú deberás ser fuerte por todos nosotros. Mi tiempo en este mundo está llegando a su fin. Nunca llegaré a ver la Tierra Prometida, igual que Moisés.

-Akileyua... -Yowatan miró a su amigo, no dijo nada, se quedaron el uno al lado del otro, contemplando la existencia. La pena oprimía el corazón del joven, consciente de tantas cosas, tan pequeño y tan impotente...

Los últimos ojos vivosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora