Akileyua miraba fijamente al mar mientras los demás soñaban, el murmullo de las olas le tranquilizaba, como ser arrullado por un gigante que respiraba plácidamente. Océano, dador de vida y traicionero enemigo, se extendía más allá de la línea del horizonte hasta lugares que solo había visto en mapas. Mapas a los que tuvo acceso gracias a una pantalla. Ese era el dilema de Akileyua, ¿debían confiar en la misma tecnología que sedujo a sus ancestros? En cualquier caso, sin la ayuda del extranjero habrían sido barridos por la naturaleza. Mákuna resultaba imprescindible para acometer la marcha por los llanos áridos.
Yowatan deambulaba por el cauce seco de un río mientras todos los demás dormían. Su cabeza no cesaba de divagar, en los últimos meses su asombro se había transformado en miedo, el miedo en rabia y la rabia en rencor. Ya no era el ser luminoso que antaño creyó ser, no había nada especial en él ni en los suyos, la magia se había desvanecido, el hechizo se había roto, el sueño se acabó. El mundo se le presentaba de formas totalmente nuevas. Nada volvería a ser como cuando era un niño, cada sombra y cada perfil adquirían ahora una mayor profundidad. Entendía cómo el sol iluminaba la Tierra, de qué se componía la luz y la materia y por qué enfermaba la gente. Su sabiduría aumentó en la misma proporción que lo hizo su desencanto. Toda su vida le parecía ahora un largo cuento, no muy distinto a las fantasiosas historias que contaba Mákuna al lado del fuego.
El sol asomó tímidamente entre las oscuras nubes, apenas se atisbaba el amanecer. El nuevo día trajo consigo dulces lluvias revitalizadoras, con las que la tribu repuso sus carencias. Era un milagro. Akileyua pronunció una bendición y su pueblo lo aclamó, dando gracias a Dios por tan oportuno regalo. No caminarían ese día, era menester celebrar aquel evento y consagrarlo al Señor.
La atención de Akileyua se encontraba centrada en Mákuna, durante todo el día mantuvo un ojo fijo en él. Celebraba, reía y rezaba como cualquier otro, incluso mejor, sin dar muestras de ser más que un desterrado con un nuevo hogar. Pero sus ojos lo delataban, no su mirada, siempre cándida y alegre, sino el prístino iris que tan despreocupadamente lucía. A simple vista el color pardo dominaba sobre la blanca esclerótica, pero una vista entrenada podía detectar destellos plateados en el límite del iris, metálicos. Akileyua había vivido muchos inviernos y sabía distinguir a una máquina de un humano. Era una sabiduría tan antigua como los mismos profetas, al igual que el conocimiento que ahora también poseía Yowatan. Pese a todo, no delató al hombre máquina, resultaba demasiado útil para desaprovecharlo. La lluvia no había sido obra de Dios ni de la naturaleza, por los patrones que formaban las nubes dedujo que detrás de todo ello rondaba la mano de las máquinas.
La llanura baldía se llenó de hierbas ralas y florecillas blancas, un maravilloso presagio de vida los acompañaba a través del letal desierto. Los guiaba. Allá adonde iban se encontraban el amable regalo de la vida. Siempre paralelos al mar, acariciados por la brisa húmeda y tocados por el sol. El destierro de la gente de Akileyua se convirtió en una búsqueda sagrada de la tierra prometida. Desde la aparición de Mákuna nada los faltaba, el Señor proveía en abundancia.
El chamán conocía a la perfección la rutina nocturna de Mákuna, resultaba extremadamente predecible. El hombre máquina seguía cinco patrones de comportamiento distintos que repetía en bucle. Aquel día le tocaba salir a pasear por los alrededores del campamento, Akileyua lo siguió.
-Sé que ha sido obra tuya, hombre máquina -acusó con voz grave, pero tranquila. Estaban a cierta distancia del campamento y las últimas fogatas se extinguían, no quedaba nadie que los pudiese escuchar-. Es imposible que una lluvia tan suave caiga en este desierto.
-Eres un hombre listo, Akileyua, ni siquiera tu aprendiz ha notado la diferencia -Mákuna dirigió sus ojos a la silueta del chamán, la luna marcaba sus facciones con un resplandor glauco.
-Yo no me dejo embaucar por maestros del engaño -repuso con el desprecio marcando su voz-. Por lo general te habría señalado nada más percatarme de tu naturaleza, pero nos hemos encontrado en un momento crucial y te necesitamos para sobrevivir. No obstante, tengo que saber cuáles son tus intenciones para con mi pueblo.
-No puedo revelarte la totalidad del plan, pues resultaría incomprensible -se había borrado todo vestigio de emoción de su rostro. La tez vivaracha que había conquistado los corazones de la gente no tenía necesidad de expresar nada-. Lo que sí te diré es que no tienes nada que temer, no dañaremos a ninguno de los tuyos y os ayudaremos a completar vuestro éxodo, después de eso, me iré. Tenemos interés en que sobreviváis y os desarrolléis de forma independiente a las demás tribus.
-Siempre hacéis lo mismo -suspiró Akileyua, bajando la guardia, las máquinas podían ser extrañas y sus motivos más aún, pero si afirmaban algo, se cumplía-. Os inmiscuís en los asuntos de todo ser vivo y no los dejáis en libertad, no respetáis el equilibrio natural.
-No, en efecto. Nosotros creamos nuestro propio equilibrio y monitorizamos todo lo que podemos. El natural es extremadamente frágil, produce eventos cataclísmicos si se desajusta.
-Ese siempre ha sido vuestro objetivo -Akileyua apretó los puños y miró con rabia al hombre máquina-. Ese fue el gran pecado de nuestros ancestros, tratar de dominar toda la Creación, hacerla suya y usarla a su antojo. Fracasaréis en vuestra misión, no podréis dominar nuestras mentes, somos libres.
Mákuna miró fijamente al chamán y sin hacer ni un gesto y con un tono totalmente neutro dijo: -Tenemos la eternidad a nuestra disposición. La resistencia es inútil, todo será asimilado.
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Los últimos ojos vivos
Science FictionEl futuro resultó demasiado brillante para los humanos, sus imperfecciones eran demasiado evidentes y las máquinas absorbieron su proyecto.