Entonces, entre mensajes y pequeños encuentros, empezamos a salir.
***
Comenzamos a vernos por las tardes después del trabajo. Aunque él trabajaba más que yo, lo que dificultaba que pudiéramos compartir momentos tan seguidos como la emoción que nos invadía lo exigía. Los horarios en un hospital público eran complejos y no negociables, agotadores también, pero Julián encontraba la energía y tiempo para que estuviéramos juntos. Me impresionaba, como también me daba culpa, cuando hacía turnos enormes que arrancaban a las seis de la mañana e insistía en querer verme, aunque fueran unos minutos. Minutos que ocurrían en la vereda de mi edificio, donde se lo veía cansado y, a pesar de eso, sonreía, como recompensado por su esfuerzo, al escucharme dedicarle palabras de preocupación.
A veces nos veíamos varios días seguidos, a veces pasábamos días sin vernos, los fines de semana era imposible. Además de la dificultad que representaba su carga laboral, vivía con su familia y las excusas que creaba para evitar preguntas eran limitadas. Aun con los horarios difíciles de coordinar, encontrábamos la manera y valía la pena, fueran minutos o fueran horas.
Nuestras salidas tendían a ser discretas, no íbamos a sitios concurridos, nos movíamos por cafeterías sencillas, restaurantes pequeños, calles no comerciales, parques en zonas de oficinas. Lugares donde nuestros gestos y las miradas que nos dedicábamos no llamaran la atención. Poco tiempo después descubrimos que era más fácil trasladar esas salidas a mi departamento. Nuestros encuentros eran más relajados de esa forma y más íntimos también. Allí podíamos demostrarnos afecto de una manera que se volvía necesaria para nosotros: con palabras, caricias, besos, abrazos, deseo y pasión. En ese refugio se quedaba junto a mí hasta que oscurecía, que era el momento en que él se iba.
No teníamos una relación formal, no hablábamos de eso, nos ocupábamos de conocernos, de confiar, de perder vergüenzas, de aprender sobre el cuerpo del otro. Pero no se proponía un noviazgo serio porque Julián temía mucho. La posibilidad de que alguien se enterara del pequeño romance que teníamos lo ponía nervioso y angustiaba. Era una preocupación constante para él y, cuando el tema era mencionado, su expresión se volvía un lamento. Estaba disconforme con esa vida pero su miedo pesaba más.
Comprendí eso, viví muchos momentos incómodos con mis padres antes de la etapa de aceptación. El resto de mi familia jamás se esforzó por no hacerme sentir algo rechazado. Y en mi trabajo, mi orientación no era algo oficial ni confirmado... por no decir que me hacía el tonto al respecto si surgía una conversación sobre el amor y parejas, porque a nivel laboral era más sencillo así.
No era indiferente a lo tedioso, largo y complicado que podía ser tramitar la aceptación. No era un suceso para tomar a la ligera, se necesitaba coraje para defenderse, paciencia para las ridiculeces que se dirían, energía para sostener eso en el tiempo. Un tiempo imposible de calcular, que dependía de los otros. Se debía estar preparado y determinado, salir del armario no era una transición que se podía forzar. Si había dudas, si había miedo, el mundo podía destruirte con facilidad.
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Sin colores
RomanceSin mucha experiencia en el amor pero a la espera de tener su oportunidad, Daniel vive una vida cómoda y relajada rodeado por su familia. Sus días pasan sin grandes sucesos hasta que conoce, casi de manera accidental, a Julián. A partir de ese encue...