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El número 96 de Adams Morgan volvía a tener dueño. Tras tantos años de cruel abandono, la casa pasaba a manos de un nuevo inquilino. Todo el antiguo barrio latino, al norte de Washington, ardía de curiosidad. Los vecinos murmuraban entre sí, formulando especulaciones acerca del nuevo vecino, a cuál más rocambolesca, algo así como la peor pesadilla de las personas discretas.

Un soleado día de junio llegó ante la casa un monumental camión de mudanzas de Feldman & Hazlitt. Un instante después de escucharse el agudo chirrido de los frenos del vehículo, muchas vecinas optaron por fisgar desde las ventanas de sus casas. El secretismo con el que se había llevado la venta del edificio había estado levantando ampollas hasta ese mismo día. Casi tantas como cuando se supo que en la casa del final de la calle se había hallado un cadáver sin identificar, hacía apenas un año.

La parte trasera del camión de Feldman & Hazlitt se abrió y por el portón salieron dos hombretones como armarios. Las puertas de la cabina también se abrieron.

—Ya hemos llegado, señor Allingham —indicó el que había conducido, un individuo grueso con propensión al bruxismo—. Ha elegido usted un bonito barrio para vivir, aunque yo habría preferido Georgetown.

Willard Allingham llegó ante la puerta de la que iba a transformarse en su nueva casa, tras mirar en derredor y descubrir, con cierta satisfacción, que muchas de sus vecinas más cercanas le espiaban por las ventanas.

—Las casas de Georgetown eran demasiado caras —opinó—. Se nota que es postinero.

—Uno de los más postineros, sí señor.

—Haga el favor de indicar a sus hombres que ya pueden empezar a descargar mis cosas. —Allingham sacó la llave del bolsillo de su traje de Armani y abrió la puerta. Los goznes chirriaron de manera ridículamente lúgubre.

—Sí, señor. Enseguida. —El hombretón se dirigió a los demás y, entre carraspeos, les ordenó que fueran sacando los enseres de Allingham del interior del camión.

En la casa flotaba un indeseable hedor a rancio, como si durante años no se hubiera abierto ni una sola ventana. Pasado el vestíbulo, al fondo, estaban las escaleras. A un lado, la cocina, completamente pasada de moda; al otro lado, un amplio salón hundido en sombras. Allí la peste era aún más intensa.

—Menudo olor —dijo Allingham, penetrando a tientas en el salón y buscando la ventana para poder subir la persiana. Cuando al fin la luz inundó la estancia, descubrió todos los muebles cubiertos por sábanas polvorientas. Parecían fantasmas impertérritos.

Sin mostrar un ápice de consideración, empezó a tironear de las sábanas una a una, mostrando una considerable colección de muebles de estilo Reina Ana.

—¿Dónde dejamos esto, señor Allingham? —preguntó uno de los mocetones. Con un compañero suyo portaba a hombros un diván de buena madera y tapicería roja.

—Aquí mismo. No se preocupen de más.

Cuando los dos hombres salieron de la casa después de dejar el diván en el salón, se sonrió con malicia. Aquel diván ya era todo un veterano. Y tenía muchas vecinas a las que recibir en su nueva morada.

Peligro de muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora