—Henry, esta mañana he podido ver al nuevo vecino —informó a su marido Karen Whistler esa misma tarde, mientras aseaba la verdura hervida para la cena. Henry Whistler paseaba los ojos distraídamente por las páginas del periódico que no había hojeado durante la mañana, sentado en el sofá del salón y derrotado tras un día de arduo trabajo.
—Ajá —contestó, sin preocuparse de mostrar interés—. ¿Y cómo es?
—Joven, atlético, guapo… Y moreno. Tiene ricitos.
—¿El típico niño rico que viste de marca?
—Llevaba buena ropa, pero no era ningún niño rico. —Suspiró, en tanto cortaba en lonchas una zanahoria para la menestra—. He preparado unos brownies para ir a saludarle como vecinos. ¿Vas a venir?
—¿Para qué? Ya vas a ir tú, ¿no?
A Karen aquella apreciación le indignó. Cortó la segunda zanahoria casi con rabia.
—Sí, ya voy a ir yo —confirmó, con deje de protesta.
—Entonces salúdale de mi parte y ya está. ¡Eh! Pensarás dejar antes la cena hecha, ¿verdad?
Karen llegó al salón limpiándose las manos en el delantal. De sus ojos salían chispas.
—Desde luego, Henry, te has convertido en un auténtico imbécil.
—¿Disculpa, querida? —preguntó Henry con la misma voz impávida, sin levantar los ojos del periódico.
—Digo que te dejo la verdura en el frigorífico, idiota.
—Hummm...
Aquel mugido desganado fue toda la respuesta que Karen recibió esa tarde. Media hora después, y más apática de su propia vida que nunca, salió de casa y encaminó sus pasos, bandeja de brownies en mano, hacia la casa del nuevo vecino, unos cuantos números apartada de la suya.
El timbre de la puerta sonó impertinente y malhumorado, como si los años de reposo no le hubieran sentado nada bien. Karen no necesitó llamar una segunda vez. La puerta cedió hacia adentro; en el umbral apareció Willard Allingham, vestido con una camisa gris claro de Lacoste y unos pantalones negros. Tenía una expresión soñolienta, pero a la vez algo pícara.
—Buenas tardes, señor… Vaya, espero no haberle despertado —dijo Karen, con una tierna timidez. El desconocido sonrió. Era la suya una sonrisa hecha de miel, de las que arrebataban y cautivaban a la primera.
—¡Vaya, una vecina! —dijo, abriendo la puerta de par en par—. No esperaba recibimientos tan pronto. Me siento halagado. Pase, por favor.
—Es lo que se debe hacer en estos casos, ¿no le parece?
Juntos llegaron al salón de la casa, aún desordenado y sin asear.
—Eso dicen los convencionalismos, pero yo no soy muy partidario de ellos. Lo único que hacen es sojuzgar las libertades individuales. Como esa gilipollez que se dice acerca de las mujeres de cierta edad. Me pone de los nervios.
—¿Cuál? —preguntó la mujer, extrañándose.
—Que las mujeres de más de cuarenta años ya no quieren follar.
—Estaría justificado si sus maridos fueran unos cretinos.
—¿Habla por usted? —preguntó el joven. Karen abrió la boca para contestar, pero no supo cómo. Willard se acercó a ella con gesto conciliador.
—Perdóneme. Me he excedido. No debería haber dicho eso.
—No me duele que lo haya dicho. Lo que me duele es que la respuesta sea afirmativa, señor…
—Allingham, Willard Allingham.
—Karen Whistler.
—Todo un placer.
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Peligro de muerte
Любовные романы"La pornografía cuenta mentiras sobre las mujeres, pero dice la verdad acerca de los hombres." John Stoltenberg (1944)