5

34K 582 101
                                    

El maldito timbre sonó por segunda vez aquellos días de recibimientos, y por segunda vez la puerta cedió hacia adentro con un quejido ronco. Cuando Willard apareció en el umbral, tan solo ataviado con un albornoz de tafetán color chocolate, a Adeline se le disparó el corazón.

—Buenas tardes —saludó en un ronroneo, con una falsa sonrisa de timidez pintada en los labios—. Soy tu vecina de al lado, Adeline Riley.

Willard se la quedó mirando de arriba abajo con cierta displicencia, torciendo la boca y alzando una ceja reprobatoria.

—Tú debes de ser la amiga divorciada de Karen —adivinó, mostrando un fuerte desdén. Adeline puso cara de asombro.

—¿Es que te ha hablado de mí?

—No, en absoluto —negó Willard, encogiéndose de hombros—, pero todas las mujeres de la edad de Karen tienen una amiga divorciada que presume de ser libre, cuando en realidad suspira por un buen polvo.

Adeline se sintió repentinamente furiosa. Sus mejillas se encendieron tanto que terminaron amoratándose.

—¿Cómo te atreves? —se quejó, balbuceando como una niña pequeña.

—¿Acaso no vienes buscando eso? —arremetió Willard, sin mitigar un ápice el tono de desprecio.

—¡No!

—No mientas, guapa. Karen y tú habréis hablado, y ella te habrá dicho que follo bien, ¿no es así?

—¡No! —negó Adeline, sonando tan poco convincente como segundos antes.

—Entonces ya te puedes marchar —la despidió Willard—. No me apetece conocer mujeres que no son capaces de admitir sus debilidades. Y la tuya, querida mía, por mucho que te duela, es el sexo.

—¡Eres un maldito engreído! —explotó Adeline, haciendo aspavientos ampulosos con las manos.

—¿Por qué? ¿Por decir que no me interesas si no es desnuda y con ganas de follar? No debería ofenderte tanto, ¿no crees? Has venido aquí para acostarte conmigo, lo aceptes o no; la diferencia entre tú y yo es que yo admito que quiero follarte. Tan divorciada y libre como dices ser, ¿y luego te escandalizas de lo que yo pueda decir?

Adeline alzó una mano para propinarle una bofetada por su impertinencia. En cambio, antes de que le llegase al rostro Willard se la cogió al vuelo, se la retorció y le cogió del cuello con la otra mano.

—¿Te apetece que follemos, preciosa? —susurró, a unos centímetros de sus labios.

—Estoy deseándolo —admitió Adeline, derrumbándose y llevando una mano a la ya abultada entrepierna de él.

—Eso es otra cosa. —Willard la soltó sin delicadeza alguna, le dio la espalda y entró en su morada—. Pasa. Ponte cómoda. ¿Cómo has dicho que te llamabas?

—Adeline.

—Bien, Adeline. ¿En qué puedo ayudarte?

Llegaron al salón segundos después, donde el diván, silencioso en el rincón más alejado de la puerta, ante la ventana que daba a Adams Morgan, parecía esperarles.

—Hace meses que no follo —dijo Adeline en tono consentido—. Parece una tontería, pero ya no hay hombres que se ocupen… Es decir… ¡Son todos unos egoístas! De mi edad ya no saben follar. ¡Se les ha olvidado!

—¿Y por qué diantre buscas gente de tu edad?

Se sentaron juntos en el diván y Willard descorchó una botella de champán francés que tenía en una mesita cercana.

Peligro de muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora