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Cuando Karen Whistler dejó la casa de su amiga, pasadas las solitarias once de la noche, y llegó a su propia casa perdida en intensas reflexiones, descubrió que la de su vecino, Willard, estaba apagada y tristona.

-¿Qué diablos...? -preguntó en un susurro, acercándose a la puerta y comprobando que no solo no parecía haber nadie sino que, de hecho, nunca parecía haber habido nadie allí. La casa estaba tan abandonada como antes de llegar Willard Allingham, incluso peor.

Karen sacó atropelladamente el teléfono móvil de su bolso y llamó a Adeline presa del pánico.

-¿Qué pasa?

-Adeline, tienes que venir a casa.

-¿Qué ha ocurrido?

-La casa de Willard... Por favor, ven ahora mismo.

-Está bien. Cálmate, enseguida voy.

-Voy a llamar a Lilian. Tenéis que ver cómo está la casa.

-Ahora nos vemos.

***

Adeline y Lilian llegaron adonde estaba Karen; al momento se les cayó el alma a los pies. La casa de Willard no tenía ni una sola luz que alumbrase el interior. La puerta estaba entornada y las ventanas abiertas, como si hubiese tenido que salir precipitadamente y no hubiera podido ni siquiera despedirse, cerrar las ventanas o echar el cerrojo.

Fue Adeline quien primero entró en la casa llamando a gritos a Willard.

-¡Willard! ¡Willard!

El silencio la contestó. Un silencio estruendoso, estremecedor. El silencio que hablaba del vacío más absoluto.

Karen y Lilian siguieron los pasos de Adeline, llegando hasta el salón. Allí hallaron el diván, el famoso diván de Willard Allingham. Y, sobre él, un sobre de papel muy blanco, incitador, mudo. Adeline dio la luz; cuando la lámpara del techo se encendió, descubrieron la estancia revuelta y llena de polvo. Nadie parecía haber pisado aquel sitio en mucho tiempo.

Karen cogió el sobre, acongojada, y leyó:

A la atención de Karen Whistler, Adeline Riley y Lilian Brackenstall.

Sin perder más tiempo, abrió el sobre y extrajo de su interior una carta escrita a mano. La letra era horrenda y descuidada. Karen, haciendo un esfuerzo por no perder la voz por el miedo, leyó en voz alta para que sus amigas pudieran escucharla:

Me ha encantado compartir con vosotras tan buenos momentos, pero me temo que me es imposible quedarme aquí por más tiempo.

Ya sabéis que no soy más que un pobre vagabundo que va de casa en casa hasta que le echan de todas partes. Algún vecino llamó a la policía después de verme merodeando por la zona. Así que no tengo más remedio que irme, muy a mi pesar.

Ha sido un placer conoceros. Un placer saborear vuestros coños, probar vuestras vaginas y follaros hasta dejaros destrozadas. Creo que tanto para vosotras como para mí ha supuesto toda una inyección de autoestima.

W. A.

PD: Dejad el alcohol. Podría provocaros delirium tremens, si es que no os lo ha provocado ya. Si lo ha hecho, entiendo entonces que me vierais con tan buenos ojos. Entiendo que quisierais follar conmigo. Nunca se sabe las alucinaciones que puede provocar el alcohol, ¿verdad?

No os preocupéis. Vuestro secreto está a salvo conmigo. ¿A quién se lo iba a contar?

Pero dejad el alcohol. No es bueno. Os lo dice alguien que ya ha pasado por el infierno del delirio. Y a vosotras no os conviene seguir bebiendo. Sobre todo porque no creo que sea aconsejable que os vean follando con vagabundos.

- FIN -

© Irene Sanz 2014

Peligro de muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora