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—¿Por qué piensa que su marido es un cretino, señora Whistler?

—No me llame así, se lo suplico. Me hace parecer más mayor de lo que soy. Tutéeme.

—Está bien, Karen. Tú también puedes tutearme.

Karen lanzó un carraspeo de queja al aire. Willard la instó a tomar asiento en el diván, con la bandeja de brownies aún en las manos.

—Digamos que Henry cumple con todos los requisitos para ser un perfecto cretino. Es impasible, es aburrido, es monotemático, y ronca por las noches. Lo único capaz de enfadarle es ver que no tiene un par de calcetines limpios, y lo que le da miedo, por encima de cualquier otra cosa, es no tener la comida preparada.

—¿Y en cuanto al sexo?

—No hay sexo —contestó Karen amargamente, sin contenerse pese a lo delicado del tema—. Hace años que no hacemos el amor. ¡Años! —Su tono de voz patentizó unas lágrimas reprimidas a la fuerza—. ¿Sabes lo que es eso?

—Entiendo —dijo Willard, en medio de un suspiro—. Verás, yo soy de los que opinan que una mujer hermosa que disfruta aún de la vida pero no tiene sexo corre un serio peligro.

—¿Peligro?

—Sí, de morir. No morir en el sentido literal, pero sí morir como persona, incluso como animal instintivo. El peligro de muerte ronda a todas las cuarentonas, aunque más todavía a las cincuentonas. Y eso es preocupante.

—¿Por qué preocupante? Todos aprendemos a sobrevivir.

—Las mujeres de verdad no necesitan sobrevivir. El mundo necesita sobrevivir a ellas. ¿No lo entiendes todavía? El mundo, Karen, debería temblar de terror a tu paso, y no al revés. Tu marido pone un yugo en tu cuello, ¿y tú se lo consientes?

Karen se levantó precipitadamente, como impulsada por un resorte. Willard parecía haber ido demasiado lejos.

—Mejor será que me vaya, Willard. Se hace tarde.

—Tarde para dar de comer al puerco de Henry, ¿no? —escupió Willard, bajando la mirada y observándose frívolamente las uñas de una mano.

—¡Mi marido no es un puerco, señor Allingham! —estalló Karen, volviendo a tratarle con un respeto que evidenciaba su enfado—. Y ahora discúlpeme, pero debo irme. —Le dio la espalda y caminó a zancadas hasta el vestíbulo.

—Si no es un puerco, señora Whistler, no es más que un cabrón egoísta que le niega a su esposa el derecho a ser feliz. Y usted lo sabe.

Los pasos de Karen enmudecieron en seco. El silencio se volvió atronador. Al poco regresó al salón hecha un mar de lágrimas.

—Claro que lo sé —admitió, con la voz bronca por el llanto.

—Ven aquí, anda —murmuró Willard con suavidad, pasando una mano por encima del diván—. Quítate esas lágrimas. Te afean.

Karen entró de nuevo en el salón y tomó asiento en el diván, junto a Willard. La mano del muchacho, de pronto, se posó en su muslo. Tacto caliente y sedoso, suave como terciopelo y a la vez posesivo como si nadie en el mundo fuera más importante.

—¿Hace cuánto que no follas, Karen? —preguntó, llevando la otra mano a la mejilla de Karen.

—No lo sé —mintió ella.

—¿Cuánto?

La mujer dejó pasar unos segundos antes de contestar.

—Tres años, dos meses y ocho días.

Peligro de muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora