•La maldición•

44 1 0
                                    

Miguelito, el hijo de don Diego, murió ahogado en la bañera de su casa cuando solo tenía tres años. Era un niño cariñoso y juguetón, la luz de la vida de sus padres y de sus familiares. No fue una muerte accidental, pues fue víctima de la furia de una empleada doméstica que, según la versión oficial, se enamoró de don Diego y no fue correspondida. La mujer fue condenada a morir en la horca, pues en esos días aún existía la pena capital. Don Diego y su esposa estuvieron presentes en la ejecución. La empleada, que se llamaba Alicia, miró fijamente a sus antiguos patrones con una mirada que solo mostraba satisfacción por el horrible hecho cometido. Don Diego y su esposa no pudieron contener sus lágrimas al ver a Alicia riéndose a carcajadas mientras le colocaban la cuerda alrededor del cuello y mientras decía: «Lo amo don Diego, lo amaré por siempre, ya va a ver cómo usted también me va a amar para siempre. Ya no tiene hijos, yo le hice ese favor. Deje a esa mujer vieja y sálveme». Don Diego bajó la cabeza y también sintió ganas de morir, pues la vida ya había terminado para él.

El juez subió al cadalso junto con el padre Alonso, el sacerdote local. Este último acercó una Biblia a los labios de Alicia y le pidió que la besara y que se arrepintiera de sus pecados. Alicia escupió la Biblia y le gritó algo al sacerdote en un idioma incomprensible. El juez la abofeteó y le preguntó si tenía algo que decir. Ella se rio con una sonrisa quebrada y un poco de sangre saliendo de la comisura de sus labios. Volteó hacia donde estaban don Diego y su esposa y gritó con una voz de volcán mientras se le ponían los ojos en blanco: «Los maldigo para siempre, bajo el cielo, sobre las montañas verdes. Nunca estarán tranquilos y nunca se librarán de mí. Deseo que el Diablo me reciba y me ayude a deshacerme de ustedes. Deseo que el Diablo, mi señor, los maldiga para siempre, bajo el cielo, sobre las montañas verdes, bajo el cielo, sobre las montañas verdes, bajo el cielo y sobre las montañas verdes, dentro y fuera del Infierno». El juez dio la orden final y la trampa bajo los pies de Alicia se abrió. Su cuerpo cayó y un fuerte tirón le rompió el cuello. El cuerpo fue envuelto en sábanas y retirado por los guardias del juzgado. Ese fue su fin.

La vida jamás volvió a ser igual para don Diego y su esposa. A diario visitaban el cuarto de Miguelito, donde se acurrucaban para llorar en el piso. Lo habían pintado con colores pasteles y habían puesto unas lindas pinturas de animales en cada pared. Con el tiempo, el cuarto de Miguelito se mantuvo intacto, como en el día en que murió. Don Diego decidió sellarlo para siempre y su mujer asintió, tratando de olvidar, tratando de borrar de su memoria lo imborrable.

Cada noche pasaba lo mismo. Don Diego se acostaba junto a su esposa y exactamente a las tres de la mañana escuchaba un llanto infantil. Al principio don Diego creía quera un gato pequeño o algo parecido, pero la frecuencia del llanto y la puntual repetición del mismo lo hicieron dudar. Pensó que el recuerdo de su hijo muerto le podía estar ocasionando pesadillas. Una noche, a la misma hora, el llanto llenó nuevamente de pesadumbre los espacios de la casa. Don Diego despertó y comprobó que su mujer estaba dormida. Se levantó de la cama y fue lentamente hacia la puerta de su cuarto. Después de tomar la manija de la puerta, tuvo que soltarla inmediatamente, pues estaba tan fría que le quemó las manos, como si hubiera estado por mucho tiempo en un congelador a cuarenta grados bajo cero. Tomó una camisa que estaba tirada junto a su cama y la utilizó para tomar la manija. Abrió la puerta y caminó sobre el pasillo que daba al cuarto de Miguelito. Avanzó de puntillas mientras el llanto y los amargos recuerdos seguían martillándole los oídos. El ruido provenía exactamente del lugar donde dormía Miguelito, el cuarto que había sido sellado hacía mucho tiempo. Puso sus manos y su oído contra la pared que sellaba lo que una vez fue una puerta y no pudo evitar llorar apretando sus ojos fuertemente mientras el llanto infantil continuaba. No pudo más. Tenía que averiguar la causa de ese llanto tan desgarrador. Fue corriendo a la bodega y buscó un mazo entre sus herramientas. Corrió de vuelta a la casa y con un estruendoso golpe empezó a martillar sobre la pared. Su mujer se despertó inmediatamente y corrió para ver lo que sucedía. Le dijo que se calmara, que debía ser una pesadilla, pero don Diego estaba como un loco y siguió golpeando con el mazo hasta tirar la pared por completo. La antigua puerta se reabrió y ante ellos apareció lo esperado: la nada. La habitación estaba vacía, llena de polvo por el paso del tiempo. En las esquinas, las arañas había construido sus casas, y desde el techo, varios ciempiés serpenteaban buscando alimento.

Historias De Terror Y Leyendas UrbanasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora