Capítulo 9.

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La vida de Sawyer Lifethorn se desmoronó el día que entró a la casa de sus padres y lo que lo recibió no fue el cálido abrazo de su madre, Brailey, junto con el dulce aroma de un buen chocolate caliente cocinándose en la estufa. O su padre, Coel, con un abrazo y palmadas en la espalda. Sino lo que lo había recibido había sido un perturbante olor proveniente de la pequeña casa de sus padres. Un olor que conocía bastante bien.

La puerta estaba atrancada desde dentro, lo que le impedía poder abrirla, así que tiró de ésta con todas las fuerzas que tenía, tanta que incluso las venas se le marcaban en los brazos y antebrazos pero nada. Se negaba a abrir. Había una ventana al lado de la puerta, por lo que se asomó por ahí y vio desde ese punto que en la estufa había algo cocinándose, o estaba. No había más espuma en el trasto, solo el fuego quemando el metal. Ni rastro de vida dentro.

Reparó en que la puerta bien podía haber sido atrancada con magia y por eso se había vuelto imposible de abrir, así que lo primero que hizo fue formar un puño con la mano y estamparlo contra el vidrio y a la primera estalló en mil trozos, tantos que parecía escarcha en vez de cristales. Tumbó todo rastro de cristal y saltó dentro, yendo a apagar el fuego de la pequeña estufa.

Todo en la casa era pequeño y discreto, decidido por su padre cuando se retiró de la cacería para dedicarse a su esposa en aquella casita a las orillas del pueblo de Niaim. Habían dejado de lado la lujosa vida que se habían ganado por sus trabajos de cacería.

Entró y el olor se hizo más presente en su nariz, por lo que tuvo que cubrirse para aspirar de mejor forma el olor a tierra de su manga a ese olor. Miró la chimenea en la sala y estaba prendida. Su padre jamás la dejaba encendida si era que salían, por lo que tenían que estar en algún lado.

El corazón comenzó a golpetearle el pecho de un modo que parecía desbocado y amenazante con salirse en cualquier momento. Bombeó más sangre y aquello lo hizo avanzar por la casita, andando por los pocos pasos que lo separaban de todas las otras habitaciones hasta que llegó al pie de la puerta de la habitación de sus padres y fue cuando ya ni todo el olor a tierra de su manga podía ocultar el que invadía toda la casa. Abrió de un empujón la madera, pues no estaba atrancada, y ésta rechinó cuando se iba empujando y la sangre se la cayó a los pies de Sawyer.

Su cuarto era pequeño pero acogedor, con un mueble de armario y demás muebles destinados a guardar cosas casi inservibles y en medio estaba la cama en la que sus padres dormían cada noche. Pero el corazón dejó de latirle cuando vio lo que estaba encima de esta: los cuerpos de sus padres mutilados. Separados de cada unión en sus brazos, hombros, rodillas, manos y pies; sus rostros casi irreconocibles pero para él sí por aquella pulsera que su madre solía llevar. Una que él le había hecho cuando niño y la llevaba como amuleto de la suerte, según ella.

Tenían las bocas abiertas en modo de sorpresa y supo que quién fuera que les hizo aquello los torturó hasta la maldita locura. Tenían las cabezas separadas del resto del cuerpo y las mantas estaban manchadas de un rojo escarlata tan oscuro que Sawyer pudo decir que se había trasminado al colchón hasta gotear. Pero ya no, ya no goteaba. Todo estaba seco pero fétido por los cuerpos en descomposición.

Sawyer jamás había llorado, ni siquiera cuando se rompió el brazo por caer de un árbol y se le había partido en más de cinco partes, pero en ese momento los ojos le ardían. Descubrió su nariz y dejó que el olor lo invadiera de lleno, sin importar nada más, y lentamente se acercó hasta los cuerpos mutilados de ambos padres. El asesino había dejado en modo de broma sus manos unidas donde sus anillos de matrimonio relucían manchados de sangre, como si burlaran de él, de ellos.

Crónicas de Dreyma I. Estrella de Mediodía © #PunicornDonde viven las historias. Descúbrelo ahora