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Noah Domenech

Bajé en el ascensor con mi bolsa al hombro, bostezando. Eran las diez de la mañana, y la puerta de la habitación de Carla estaba abierta, escuchaban voces, pero no había nadie más en el pasillo. Conforme me iba acercando, vi a Carla de espaldas metiendo sus cosas en la maleta, y a sus amigas recién levantadas ya con el bikini puesto.

—Chicas, me voy. No vuelvo hasta mañana. Tened cuidado, ¿vale? —Le decía Carla con su bolso en el brazo. Chloé hizo una mueca, dándole un empujón para sacarla de la habitación.

—Qué pesada eres, vete ya. —Dijo ella de mala gana. Todas se rieron por el comentario de Chloé, y Carla dio unos pasos hacia atrás y cerró la puerta de la habitación. Permaneció en silencio durante un par de segundos hasta reparar en mi presencia a su espalda.

—¿Nos vamos? —Asintió rápidamente.

Bajamos a recepción, le coloqué el casco y mientras enganchaba la correa la miré a los ojos. Aquél color miel claro ahora era más oscuro, parecía triste. Le di un toque en la mejilla con el dedo que provocó una débil sonrisa y cogí mi casco para ponérmelo.

El viento era fresco a esas horas de la mañana, subía por mis brazos y las manos de Carla se apretaban contra mi abdomen, agarrándose entre ellas fuertemente.

Entramos al pueblo, cruzamos sus calles adoquinadas, las casas de ladrillo marrón, las terrazas llenas de macetas, la gente en las puertas de las casas charlando, viviendo, disfrutando del verano, de la vida, de los pequeños momentos. Nos escabullimos del pueblo y entramos en la montaña, en los pinos, en el frescor de la sombra que daban, en el ruido de los pájaros que sólo rompía la moto, hasta llegar a nuestra casa.

—¡Eh! María, ¿en serio has puesto esto aquí? —Escuché la voz de Quique desde el patio delantero. María le respondió algo, pero no pude descifrar lo que era.

Carla se bajó de la moto y se quitó el casco, dándomelo a mí para que lo guardase bajo el asiento de la moto.

—¿Tus amigos ya están ahí? —Preguntó señalando la casa mientras caminábamos hacia la entrada.

—Sí, vivimos aquí en verano y acaban de llegar.

La casa estaba toda pintada de blanco con el techo plano cubierto por un techado de ramas y hojas, y encima los pinos de la montaña. En el interior, la entrada tenía una mesita de madera para dejar las cosas y un espejo rectangular. El salón tenía una televisión bastante grande, de unas 48 pulgadas y un sofá marrón. Las paredes eran irregulares ya que estaban hechas de piedra para mantener el frescor en el interior durante los meses de verano, y tenía colgados posters de los festivales de música en los que había estado desde que tenía dieciocho años. La cocina estaba abierta y se unía con el salón. Había una mesa de madera en medio a modo de isla, con los hornillos, el horno abajo, el fregadero, y los muebles de cocina todos de madera oscura.

Quique y María estaban en el patio sacando la compra de las bolsas, Jaume apareció en el jardín también con bolsas y directamente entró en casa. Me vio a mí y sonrió, dejando las bolsas en la cocina.

—¡Hombre! Pero mirad quién está aquí, doña Noah se ha dignado a venir. —Pero cuando vio a Carla frunció el ceño sin borrar aquella sonrisa. —¿No la vas a presentar?

—¿Presentar a quién? —Miryam asomó la cabeza por las escaleras y bajó corriendo, hasta que vio a Carla.

—Oh, ¿es tu novia? —Preguntó Quique dejando la caja en la mesa de la cocina.

—¡No! —Reí dejando mi bolsa en el suelo, señalando a Carla. —Esta es Carla, es de Nueva York.

—Oh... —María se quedó en silencio con los ojos como platos. —Dile que nosotros no sabemos nada de inglés, Noah. —Negó rápido.

una postal desde barcelonaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora